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Entre los apologistas católicos que defendieron sus ideas por los años 1810-1814, etapa de las Cortes de Cádiz, destaca el dominico sevillano fray Francisco de Alvarado. Natural de Marchena, donde nació en 1756, a los dieciséis años tomó el hábito en San Pablo, de Sevilla. En 1819, al entrar los franceses en la ciudad del Guadalquivir, marchó a Tavira, en Portugal, donde escribió la mayor parte de sus Cartas. Cuando murió, en 1814, en Sevilla, era Consejero de la Suprema Inquisición (1). Conocido en su época como El Rancio o El Filósofo Rancio, fue autor de cuarenta y siete Cartas críticas, que se publicaron entre 1824-1825 en cuatro tomos, y de diecinueve Cartas Aristotélicas, que vieron la luz en un quinto tomo (2). En opinión de Marcelino Menéndez y Pelayo, «apenas hay máxima revolucionaria ni ampuloso discurso de las Constituyentes, ni folleto o papel volante de entonces que no tenga en ellas impugnación o correctivo» (3). Por su parte, Javier Herrero, estudiando la amplia obra del dominico, indica que «El Rancio tiene un innegable interés, pero sólo como síntoma de esa actitud clásica de ignorancia combinada con terrible emotividad agresiva que constituye la esencia misma del pensamiento reaccionario español, de esa ciega irracionalidad que parece haber dominado gran parte de nuestra historia decimonónica» (4). Con el padre Alvarado, en suma, nos encontramos ante «el último de los escolásticos puros y al modo antiguo» (5).
Pero lo que me interesa destacar de este autor es el hecho de que para mejor sazonar sus Cartas críticas o para ejemplificar y encontrar apoyo a sus teorías suele recurrir a cuentos, chistes o dichos graciosos, ofreciendo así un panorama de anécdotas y facecias de curso corriente en las primeras décadas del siglo XIX. Aspecto este que reviste un indudable interés, pues, por un lado, como ha indicado Maxime Chevalier, disminuyen a lo largo de los siglos XVIII y XIX las recopilaciones de chascarrillos y chistes en comparación con su eclosión en los siglos XVI y XVII (6), y, por otro, en el XIX es ya muy raro encontrar cuentos de la literatura oral en la literatura escrita: «El aspecto fragmentario y fugitivo que reviste demuestra indudablemente que la influencia de los cuentos tradicionales ha venido a ser casi nula y que no se les admite ya, con unas contadísimas excepciones, en ninguna obra de categoría» (7). De este modo, las Cartas críticas del padre Alvarado, con sus noventa y cinco cuentos, se convierte en una pieza rara y estimable para los estudiosos de la literatura tradicional y folklórica.
Cuenta cada tomo con un índice de cosas notables en el cual, bajo la voz «cuentos», se anotan una serie de relatos, a menudo jocosos, que ya en el libro recibirán distintos nombres: el más usual es, lógicamente, el de «cuentos», «cuentecitos», «cuentecillos»; pero también se les denominará «dichos», «anécdotas», «hechos», «ejemplos», «sucedidos», «chistes»; es significativo que en un caso el padre Alvarado indique que la anécdota relatada «no es cuento» (t. I, pág. 326), sino hecho real; esto, unido al hecho de que muchos de los relatos, en especial los de religiosos, aparezcan como sucesos presenciados por el dominico (a menudo empiezan así: «Cierto fraile de mi convento», nos da como resultado que la inmensa mayoría de los cuentos que aquí se anotan tengan un carácter realista, aspecto que es característico de los cuentecillos tradicionales y que los diferencia de los folklóricos (8). En esta última categoría se podrían incluir las fábulas que registra el dominico sevillano: los lobos haciendo paces con las ovejas (t. II, pág. 227), la zorra (t. III, pág. 97), el lobo (t. III, pág. 217), los ratones y el gato (t. IV, pág. 298).
Por lo que se refiere a los personajes que aparecen en estos cuentos, abundan los tipos paradigmáticos de la literatura tradicional y folklórica, así como de los chistes de todas las épocas: ciegos, venteros, gitanos, portugueses, escribanos, médicos, tartamudos; es, en fin, altísimo el número de frailes que aparecen. Un aspecto también digno de destacarse es que se registran varios cuentos que juegan con el lenguaje: los hay que se rematan con, o basan su gracia en, frases latinas; en algún caso el cuento acaba con una frase que ha quedado como proverbial; alguno concluye con un verso gracioso (9).
En lo que respecta a las fuentes literarias de los cuentos, el padre Alvarado sólo en contados casos menciona autores u obras; en este sentido es posible encontrar en el libro los nombres de Tomás de Iriarte (t. II, pág. 109), de Esopo (t. II, pág. 227), de Isócrates (t. III, pág. 6), del poeta y filósofo francés Pirot (t. IV, pág. 398) y del franciscano español fray Antonio de Guevara (t. IV, pág. 419-423), de quien aparecen datos sacados de las Epístolas familiares. En una ocasión indica el dominico que lo que se dispone a contar lo leyó «en una de las Florestas españolas» (t. III, pág. 22). El cuento en cuestión se puede encontrar no en el libro de Melchor de Santa Cruz ni en la Floresta española, de Francisco Asensio, del siglo XVIII, sino en el Deleite de la discreción y fácil escuela de la agudeza, del duque de Frías, Bernardino Fernández de Velasco y Pimentel. Este concluye el cuento diciendo: «Concédese a esta parte cien años para la disposición de su viaje, y passados, cumpla lo mandado, sin réplica, y con apercibimiento» (10). También en el libro del duque de Frías se encuentra el cuento que narra el padre Alvarado en el t. III, pág. 131; Fernández de Velasco pone como protagonista a un conde en lugar del patán que presenta el dominico, y da como réplica del conde la siguiente frase: «He dexado de saberlos, porque anda un run run de que se quitan» (11). De la Floresta española de apotegmas, de Melchor de Santa Cruz, procede muy probablemente el cuento que aparece en el tomo IV, pág. 120; Santa Cruz concluye: «En verdad, señor, que no pensé que éramos tan amigos» (12). De dos cuentos más narrados por el dominico podemos indicar una fuente probable. Así, el del predicador portugués (t. IV, página 301) aparece en el Libro de Chistes, de Luis de Pinedo, y también en la Fastiginia, de Tomé Pinheiro da Veiga, autores de los siglos XVI y XVII (13); el del médico adivino (t. I, pág. 237) se encuentra en el Portacuentos, de Juan de Timoneda, y también en el Lazarillo de Manzanares, de Juan Cortés de Tolosa (14). Por lo que respecta a las fábulas que cuenta el dominico sevillano, solamente he encontrado en los libros de fábulas consultados la de los ratones y el gato (t. IV, pág. 298), fábula que recogen tanto Félix María de Samaniego como Sebastián Mey (15).
En fin, aunque tal vez fuera posible hacer una clasificación temática de los cuentos relatados por el dominico, he preferido ofrecerlos según el orden en que se encuentran en cada tomo, pues temía que, dado su alto número, pudieran aparecer muchos apartados en los que se incluyese un sólo cuento, además de que resultaría inevitable formar una sección miscelánea de título tan poco orientador como «Otros cuentos». Aunque más de uno de los relatos carezcan, para el gusto actual, de gracia, he optado por incluir todos y cada uno de los sucesos a los que el padre Alvarado, en los índices, da el nombre de «cuentos» con el fin de que se tenga una idea exacta de qué clase de relatos entraban, para un español de finales del siglo XVIII y principios del XIX, dentro de la venerable y antigua categoría de los cuentos (16).
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(1) Datos tomados de Marcelino Menéndez y Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, VII (Madrid, 1932), págs. 96-98, y de Javier Herrero, Los orígenes del pensamiento reaccionario español (Madrid, Cuadernos para el diálogo, 1973), págs. 267-271 y 316-333.
(2) De título kilométrico, .las Cartas criticas se publicaron en Madrid en la imprenta de E. Aguado.
(3) Marcelino Menéndez y Pelayo, op. cit., pág. 96.
(4) Javier Herrero, op. cit., pág. 320.
(5) Marcelino Menéndez y Pelayo, op. cit., pág. 97.
(6) Para esto cf. Maxime Chevalier, Folklore y literatura: el cuento oral en el Siglo de Oro (Barcelona, Crítica, 1978), págs. 45 y 155.
(7) Ibid., pág. 157.
(8) Cf. ibid., págs. 44-51.
(9) La conclusión del cuento con una frase en latín era un recurso habitual de la literatura tradicional, basta recordar de Melchor de Santa Cruz de Dueñas la Floresta española de apotegmas (Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1947), pág. 78, de Luis de Pinedo el Libro de chistes, BAE nº. 176 (Madrid, Atlas, 1964), págs. 99 y 104 o de Gaspar Lucas Hidalgo los Diálogos de apacible entretenimiento, BAE nº. 36 (Madrid, 1919), pág. 312.
(10) Cito por la edición del libro en Floresta general, II (Madrid, 1911, Sociedad de Bibliófilos Madrileños, nº. II y IV), pág. 187.
(11) ibid., pág. 270.
(12) Cito por ed. cit. Sexta parte, capítulo VIII, “de mesa".
(13) Cf. Maxime Ghevalier, Cuentecillos tradicionales en la España del Siglo de Oro (Madrid, Gredos, 1975), ambas versiones pueden encontrarse aquí en pág. 53.
(14) Véase ibid.. págs. 132.134.
(15) Cf. Félix María de Samaniego, Fábulas, ed. de Ernesto Jareño (Madrid, Castalia, 1975), pág. 104, y Sebastián Mey, Fabulario, NBAE, nº. 21 (Madrid, 1915), pág. 131. En fin, a propósito de fuentes quiero anotar aquí que no me ha sido posible manejar un libro que tal vez conociera el padre Alvarado, me refiero al Florete de anécdotas y noticias diversas que recopiló un fraile dominico residente en Sevilla a mediados del siglo XVI, ed. de F. J. Sánchez Cantón, Memorial Histórico Español, XLVIII (Madrid, Academia de la Historia). Sí he manejado los cuentos del también sevillano Juan de Arguijo, BAE, 176 (Madrid, Atlas, 1964), págs. 233-269, si bien no he encontrado ahí relatos que fuesen utilizados o conocidos por el padre Alvarado; igual me ha ocurrido con dos cuentos de Garibay, ibid., págs. 211-223.
(16) No quiero dejar de anotar aquí una anécdota que no la incluye como cuento el padre Alvarado: "un ladrón se llevó al Cristo de plata que tenían en su estudio dos abogados de Madrid, diciendo:
Venid conmígo, mi Dios;
No estáis bien, Señor, aquí:
Sí un letrado os puso así,
¿Cuál, mi bien, os pondrán dos? (t. IV, pág.458).
En fin, por lo que se refiere a la titulación, respecto la que el padre Alvarado da a cada uno de los cuentos; la transcripción de éstos es literal.
TOMO I
EL DE CIERTO PRELADO y LA COMUNIDAD
Creo que el señor Argüelles usa en esta exposición de la misma farándula que cierto prelado de frailes. A éste nunca se le caía de la boca la comunidad, y todo lo aplicaba para ella. Pedía el fraile lo que era preciso darle: La comunidad no tiene. Le entraba algo al fraile: La comunidad lo necesita. Se le daba lo peor, lo más malo, y el trato de cuerda: No puede otra cosa la comunidad. Y después de todo, ¿quién es esta comunidad que tanto agarra, que tanto llora y que tan poco suelta? Era el mismo prelado que engordaba lindamente, mientras pasaba mil desdichas la verdadera comunidad. (Pág. 20.)
DE UN MEDICO
Me estoy acordando de un famoso médico que solía llorar cuando se le moría un enfermo, y a quien muchos le debieron no morirse. Encontraba éste a alguno de los otros sus compañeros, y le preguntaba: Pues señor doctor, ¿de qué se trató ayer en la academia? Luego que le daban razón de lo que se había tratado, añadía: Eso me parece muy bien: los médicos disputando con mucho calor en las cátedras, y los enfermos muriéndose con mucha frescura en las camas. Aplique V. el cuento. (Pág. 39.)
DEL MAGISTRADO DE GINEBRA Y OTROS
Al menos en esta persuasión estaba no sé qué magistrado de Ginebra, de quien leí muchos años hace, que habiéndosele presentado un fraile apóstata, y díchole que se había pasado allá propter fidem, preguntó al fraile: ¿Cuius generis est fides fidei? y habiendo él respondido: Generis faemenini, concluyó el magistrado: Ergo propter genus faemeninum venisti huc. No tenía muy mala nariz el tal magistrado, pues tan lindamente le dio en ella la conciencia del bueno del fraile. (Pág. 88.)
Por la misma persuasión se declaró el famoso Erasmo, de quien con tanta razón se dijo, que había puesto los huevos que Lutero empollaba; y que tratando de la camada de pollos que sacaba Lutero, dijo oportunamente; que la reforma de éste y sus consortes era como las comedias españolas, que todas remataban en casamiento. Fue con efecto cosa muy digna de notarse, que los principales a quienes la persuasión y la conciencia hicieron olvidar la religión católica, y abrazar la reforma, fueron frailes y clérigos que luego se casaron. (Pág. 88.)
EL DE CIERTOS PASTORES, QUE NO ES CUENTO
Responderé a esta objeción con un hecho de que fui testigo poco días antes de la invasión de los franceses. No me acuerdo cuál de los alcaldes del crimen pasó oficio a cierto convento, para que enviase a su presencia dos de los pastores que le servían, a fin de carearlos con un ladrón, que pocos días antes los había robado y apaleado lindamente. Presentados al día siguiente los pastores a dar su declaración, cuando se esperaba que volviesen al convento para ir de allí a guardar sus ovejas, llega la noticia de hallarse presos, y que desde la cárcel imploraban el favor de sus amos. Fue inmediatamente el procurador a saber del juez la causa de aquella novedad, y lo halló indignado hasta lo sumo, porque los pastores en vez de prestarse a la diligencia y haber declarado la verdad, se negaron a ello hasta el extremo de ni siquiera levantar los ojos para mirar al reo y decir y repetir, temblando, que no conocían ni habían visto aquel hombre. Compuesta por fin la cosa, los echaron a la calle; y reconvenidos porqué no habían hecho lo que se les mandaba, respondieron: mañana o el otro sale ese hombre libre o se escapa del presidio, y si nosotros hubiéramos declarado contra él, vendría y nos daría un tiro, y quedaría perdida nuestra familia. (Pág. 111.)
EL DEL SACRISTAN
Había en mi tierra un sacristán de mucho humor , y de no poco ingenio, que solía divertirnos con acertajones. Uno de ellos era preguntarnos: ¿En qué se parece el huevo al cielo? y después que nos devanábamos los sesos sin poder acertarlo, salía él diciendo: No hay cosa más clara: en que se estrella. (Pág. 1.47.)
DEL DONADO
No somos tan necios ni fanáticos que, venga o no venga, queramos que se nombre a Dios como aquel donado Francisco, que picaba de poeta, y enviado por su Guardián a hacer cierta diligencia caballero en un burro, le escribió en estos términos:
Gracias a Dios: se murió el borrico :
Gracias a Dios: yo no sé de qué:
Gracias a Dios: si V. quiere que vaya,
Gracias a Dios: mándeme V. en qué.
Pero el sensato Guardián, burlándose de su ridícula impertinencia, se la echó en cara contestándole así:
Gracias a Dios: se murió el borrico:
Gracias a Dios: no sabes de qué:
Gracias a Dios: que reviente tu alma,
Gracias a Dios: o te vengas a pie.
(Pág. 169
DEL SACRISTAN DISCRETO
Acababa un regatón de orinarse a la puerta de la iglesia del Salvador en Sevilla. El sacristán, viéndolo, le dijo: Hombre, ¿no sabe V. que ahí no se puede orinar? ¿Cómo no he de poder -respondió el regatón-, si ya me he orinado? (Pág. 179.)
DE UN DISCIPULO DEL RANCIO
Me acuerdo de que cuando estudiantillo concurría a mi clase uno que, según era de fatuo, había nacido para periodista. Los demás le dábamos calma, llamándole borrique, y el pobre muchacho se desesperaba con esto, y nos corría a coces y pedradas; mas llegaba la ocasión de que nos viese merendando, ya entonces mudaba de estilo, y llegaba a nosotros diciendo: Dadme pan y decidme borrique. (Pág. 230.)
DEL MEDICO ADIVINO
Pulsaba a su enfermo un médico no de los mejores, y habiéndole encontrado alguna novedad, le dijo: V. está hoy algo peor que ayer, y la causa de esto consiste en que ha comido melón, contra la prohibición que le he intimado de todas las frutas. No, señor -respondió el enfermo-; yo no he comido melón. ¿Cómo no? -replicó el médico-. ¿Me lo quiere V. negar, cuando el pulso me lo está cantando? Pensó el enfermo que ya estaba cogido, y confesó de plano que efectivamente se había dejado vencer de la tentación, y comido una sola calita. Echole el médico el sermón que en semejantes casos se acostumbraba y marchóse en busca de otro enfermo. Mas apenas había salido a la calle, cuando su pasante, que tenía un buen poco de ingenuo, le dijo: Mi maestro, yo ni en las clases, ni fuera de ellas, ni en ninguno de los autores que he leído, he visto ni me han enseñado que el melón salga al pulso, ni que alguno de los movimientos del pulso sea indicante del melón. Explíqueme V., pues, esas reglas por dónde lo conoce, que ciertamente no pienso echarlas en saco roto. Rióse el maestro de la ingenuidad del discípulo, y le respondió: Hombre, ni el pulso indicaba, ni hay regla alguna por donde se pueda conocer el tal melón. Haberlo yo, pues, acertado no fue obra del arte, sino pura maña del artífice. Al entrar donde estaba el enfermo, vi detrás de una cortina el plato con las cáscaras: no quise perder esta ocasión de acreditarme; y ,habiendo hallado peor al enfermo, insistí en que conocía por el pulso lo que había conocido únicamente por las cáscaras y por el plato. Escuchó el pasante con mucha atención el documento y se propuso aprovecharlo en el primer lance que pudiera. No tardó éste mucho, pues su maestro lo envió a que visitase a un pobre, para quien lo llamaban a deshora. Entró, pues, nuestro buen pasante en casa del enfermo con los ojos como revendedor de yesca, buscando alguna cosa que pudiese cantar al pulso. Hizo su desgracia que no encontrase más que una poco de paja, que se había derramado del jergón donde yacía el infeliz. Llegó, pues.= ¿A ver el pulso? Aquí hay mucha novedad. Seguramente, V. ha comido paja. = ¡Yo, paja, señor! -respondió el enfermo. ¿Pues acaso soy yo borrico o buey? =No tiene V. que negármelo, porque el pulso lo está cantando clarito. = No, señor, que yo, por la misericordia de Dios soy hombre, y los hombres no comen paja. = Yo entiendo de eso, tornaba el médico pasante: el pulso lo dice, y a mí no hay que negármelo. El uno, pues, empeñado en que el otro había comido paja, y éste, impaciente porque lo trataba de bestia, vino a parar la cosa en que se alborotase la casa y parte de la vecindad; echasen al médico a empujones y fuese éste a contar su cuita al que le había enseñado la treta. (Pág. 237.)
LA TABERNERA y EL VIEJO
Reñían furiosamente una tabernera y un viejo que había ido a comprar vino. Se dieron grandemente las pascuas, apurando el uno y la otra todo el diccionario de las tabernas. Ya se creía concluida la cuestión, cuando al viejo lo tentó el diablo para que dijese a su rival; «Vaya V. con Dios, que es V. una cananea.» ¡Tal dijiste! La buena mujer, que no había hecho alto sobre otras cosas que le había dicho el viejo harto significantes, lo hizo, y tanto, sobre la palabra cananea, que llevó su querella al juez. Era éste de humor, y quiso divertirse; para ello mandó comparecer al viejo.=¿Qué le dijo V. a esta mujer? =Señor, cananea; porque me sofocó.=¿Y qué quiere decir cananea? =Una cosa, señor, que yo no sé explicar.=Y V. (a la mujer), qué fue lo que entendió por ella? = ¡Toma! ¿Pues cananea no es una cosa mala? = Quiso el juez exprimir hasta lo último el asunto, y vino a sacar que lo que el viejo había querido decir era que la tabernera le echaba agua al vino, y que la había llamado cananea aludiendo a Caná de Galilea, en cuyas bodas hizo Cristo el milagro; y que la tabernera por haber oído mentar a la cananea en el púlpito al explicar el Evangelio, había pensado que la llamaban pecadora, o adúltera, o alguna cosa de aquellas malas que en el Evangelio se mencionan. (Pág. 258.)
DEL MAL PREDICADOR
Convidaron a un mal predicador que predicase de San José. El pobre, que no sabía más que un sermón sobre las condiciones de una buena confesión, desempeñó su encargo en la forma siguiente: San José fue un carpintero, con que sabría hacer buenos confesionarios: los confesionarios sirven para hacer buena confesión, con que de ninguna cosa se puede predicar mejor en el día de San José, como del modo de hacer una buena confesión. (Pág. 261.)
DE UN REO
Y no ve el infeliz que por esta salida lo que no ha muchos años hizo en Sevilla un reo al ser preguntado por los jueces, sobre si tenía algo que añadir a la defensa que de él procuraba hacer su abogado, desfigurando y dificultando la atrocidad de su delito: Lo que yo tenga que decir -respondió él- es que cuanto el señor ha dicho es un hato de mentiras. En lo mismo estaba yo -replicó, con risa de todos, su abogado. (Pág. 290.)
DE UN ESCRUPULOSO
Conocí en Sevilla a un pobre hombre que estaba maníaco de escrúpulos. Sucedióle ponerse a verter aguas detrás de la puerta de una casa, a ocasión. que de dentro abrieron la de en medio y sonó un coche por la calle. Asustado el infeliz con este ruido, que en su imaginación debía ser infaliblemente de mugeres, empezó en voz alta a decir a toda prisa: No consiento, no consiento, ni con estas, ni con las del coche. Mas en medio de su susto y sus protestas echó de ver que las estas, con quienes no consentía, eran dos frailes que salían de la casa; y las del coche, dos golillas que en él iban de paseo. (Pág. 315.)
DE LOS PREDICADORES DE GODOY
Yo oí uno predicando con motivo de bendición de banderas, y a fe mía que salí pidiendo a Dios librase al pobre predicador de que algún filósofo diese a Godoy el canutazo, porque seguramente el estipendio hubiera sido un destierro. Todo el elogio que se hizo del héroe se redujo a estas solas palabras: Ese monstruo de fortuna, sin decirnos siquiera cómo se llamaba: el resto del sermón se empleó en expresar con toda dignidad las obligaciones de un militar cristiano, que ni Godoy sabía ni quería que se supiesen. De otro hombre de mérito me aseguraron que constantemente se había negado a predicar de Godoy en cierta ocasión, que se vio en necesidad de hacerlo por habérselo mandado quien podía; que éste se lo mandó con el designio de que el sermón no cayese en manos de alguno que profanase el sagrado ministerio; y últimamente, que todo cuanto en él se dijo se redujo a elogiar una acción piadosa de aquel hombre, sin meterse el orador en ninguna cosa más. Díganme VV., señores filósofos, ¿unos predicadores de Godoy, que se porten así, pueden haber que pierda causa alguna cuya defensa tomen? (Pág. 319.)
TOMO II
UN NOVICIO FRIENDO HUEVOS AL CANDIL
Estaba un novicio friendo un par de huevos en medio pliego de papel a la luz del candil, muy ageno de que a aquellas horas hubiese de venir su maestro, cuando hete aquí que éste, improvisadamente, se le presenta y lo sorprende. ¿Qué es esto, hermano? -le dijo-. ¿Es ésta ocupación propia de un religioso? ¿De esa manera quebranta tu caridad el ayuno? Padre nuestro -respondió el novicio, todo turbado-. Perdóneme V. R., porque ésta ha sido una tentación del diablo. No hay tal -gritó el diablo, apareciéndose de repente-, pues yo ni aun siquiera sabía que los huevos se pueden freir en un papel. (Pág. 27.)
DE LA MUJER PRUDENTE
Pero VV. se la han entendido bien, y se manejan con él como aquella muger de quien se cuenta que, viendo a su marido empeñado en que el burro entrase por la puerta de la casa al revés de como debía entrar, a fin de provocarla a que le contradijese, tan lejos estuvo de contribuir a la discordia, que, por el contrario, le contestó: Dices bien, hombre; este pícaro no quiere entrar como debe, y no ha de salirse con la suya. Empújalo tú por la cabeza y yo tiraré de él por el rabo, y verás cómo entra. (Pág. 38.)
EL CUARESMAL y SU PATRON
Había recibido y estaba agasajando en su casa al cuaresmal de cierto pueblo uno de los ricos que más figura hacían en él: el cuaresmal tenía formado de éste su huésped todo el buen concepto que sus beneficios le exigían: lo oía como a oráculo, y deseaba ocasiones en que complacerlo: mas su bienhechor no le presentaba otra que las muchas instancias que le hacía para que predicase más y más contra la usura, asegurándole ser éste el vicio dominante del pueblo. Hacíase pedazos el buen fraile en el púlpito, multiplicando fuertes invectivas contra las usuras y usureros, sin que su huésped desistiese de repetirle el mismo encargo continuamente. Algunas personas se determinaron a hacer presente al cuaresmal el peligro en que estaba de perder el bien que recibía de su bienhechor; porque le dijeron: el usurero que aquí es conocido por tal, es su huésped de V .: las pinturas que V. hace de la usura no parece sino que las saca de su conducta, y a nosotros nos da lástima de que a fuerza de tanto predicar contra ese vicio, caiga V. en desgracia suya, y tenga que salir de la casa y que costearse en otra. Aprovechó el cuaresmal este aviso y se dejó de hablar acerca de la usura, por contemplar ya inútil este asunto, convirtiéndose a reprender los otros vicios que dominaban en el pueblo. Extrañó el huésped la novedad, y fueron tantas las veces que reconvino al padre acerca de ella, que últimamente, habiendo el fraile perdido la paciencia, no pudo menos que contestarle: ¿Cómo quiere V. que yo predique y más predique contra la usura, siendo así que, según muchos me informan, aquí no hay otro sino V. que sea y tenga fama de usurero? Es verdad, padre -le respondió el huésped muy tranquilo-: Es verdi1d eso que le han dicho;. pero ha de saber V. que han dado en levantarse ahora algunos raterillos que no nos dejan melrar, y quisiera que V. me lo espantase. (Pág. 38.)
EL ACTUANTE TONTO
Hablando especialmente de las Fuentes angélicas, quiero contar a V el juicio que formó un amigo leyéndolas, y que explicó con el siguiente suceso. Se defendieron, me dijo, muchos años ha unas conclusiones cuyo actuante era muy pobrecito de letras, y cuyo catedrático tenía particular interés en obsequiar a su no muy pobrecita familia. A consecuencia de esto no se ponía argumento al que no encontrase el catedrático la legítima solución en tal cual palabrilla que se le escapaba al actuante, entre las muchas patochadas que decía. Sucedió, pues, que uno de los argumentantes fuese, para desgracia de ambos, un Carmelita muy conocido en el teatro por su gran talento y su festivo humor. Arguyó éste con el mucho nervio que tenía de costumbre: respondió el actuante con las muchas simplezas que le ministraba su ignorancia, y fue necesario que el catedrático tomase a su cargo la respuesta, que comenzó con las siguientes palabras: El señor don Fulanito está respondiendo muy bien... Apenas el Carmelita oyó esta baja adulación, cuando poniéndose en pie exclamó: Por el Dios de Israel, padre nuestro, que esa sola palabra merece una arroba de chocolate. (Pág. 108.)
EL PREDICADOR QUE SALVO A PILATOS
Cierto predicador se encontró en un libraco la especie, de que Pilatos se había arrepentido y salvado: y sin pararse en más, la encajó a su auditorio desde el púlpito. Se le mandó, como era debido, que la retractase públicamente, y él lo egecutó con estas o semejantes palabras: Yo, señores, dige aquel disparate, porque así me lo hallé escrito. Por lo demás, quiero que sepan que Pilatos no es mi hermano, ni mi pariente, ni pertenece a mi familia, ni me ha hecho ni es capaz de hacerme algún favor. Por lo cual, lo mismo es para mí que se salvase que el que se lo haya llevado el diablo. (Pág. 114.)
EL ESCRIBANO HACIENDO INVENTARIO
Vaya un cuentecito, señor Nistactes. Se estaba haciendo un inventario, donde había poco que apuntar, y donde el escribano quería llenar mucho papel. Para conseguirlo estampó el siguiente renglón: Item, se le encontró al susodicho difunto una Bula de la santa Cruzada, cuyo tenor es el siguiente: y a consecuencia copió a la letra toda la Bula. (Pág. 128.)
ANECDOTA DE UN PARROCO FLAMENCO
Había en la Flandes un párroco que, poseído de la doctrina de Quesnel, se empeñó en persuadir a sus feligreses que se abstuviesen de la confesión de veniales, con el pretexto de que los antiguos no la usaban, y de que los que ahora la usan se exponen a peligro de incurrir en un sacrilegio, cometiendo un pecado mortal en vez de purificarse del venial, si les falta una eficaz contrición. Sucedió, pues, que habiendo concurrido a un convite, donde, según su costumbre, sacó esta conversación, una señora de rango le preguntase si confesaba antes de celebrar la misa, que casi diariamente decía. Respondió el párroco que de cuando en cuando se confesaba. Ese de cuando en cuando, replicó la señora, querrá decir una vez por la Pascua. No, señora, contestó el cura; pues lo hago todas las semanas, o a más tardar, una sí y otra no. Entonces la señora formalizándose, le dijo; ¿y cómo V. sacerdote y párroco de tantas almas comete tantísimos pecados mortales? Según su doctrina, los veniales no deben ser confesados; mortales, pues, son los que confiesa; y muchos, pues, repite tantas confesiones. Supuesto lo cual, me hará V. el favor de visitarnos más de tarde en tarde, no sea que las gentes que saben que V. no se confiesa más que de mortales, y lo ven confesar tan a menudo, crean que esta nuestra casa le ofrece materia para sus confesiones. (Pág. 135.)
DECRETO DE UN PROVISOR
Comencemos por el paisanage. Iba no sé qué Provisor a decretar el memorial que un clérigo le presentó; mas habiéndose encontrado con que el papel estaba escrito de extremo a extremo, sin dejar margen en que su decreto cupiese, aprovechó como pudo lo poquillo que por descuido del que escribió, había quedado en blanco, para decretar en estos términos: arrímese V. hacia allá. (Pág. 179.)
DlSTINCION DE UN JESUITA
Auxiliaba un jesuita a un reo de muerte, y entre otras jaculatorias que le sugería camino del suplicio, le encajó la siguiente deprecación: Señor, dame un auxilio eficaz in sensu thomistarum. Oyólo un tomista, y acercándose le dijo al oído: ergo datur. Mas el jesuíta respondió sin detenerse: distinguo: in farca, concedo, in cathedra, nego. (Pág. 185.)
EL CIEGO y EL TORO
Pedía limosna, señor Nistactes, un pobre ciego cerca de la puerta que llaman de la Carne en Sevilla. Sucedió, como frecuentemente sucede, extraviarse un toro que con otros iba a ser encerrado en el matadero. Por la grita y por el estrépito de los que huían, se impuso el ciego en el peligro que le amenazaba, y comenzó a gritar. ¿No hay por ahí un buen alma, que me arrime siquiera a la pared? En esto llegó el toro, y dándole una testerada lo arrimó puntualmente a donde quería. Mas el ciego que experimentó el beneficio, y no se impuso en quién era el bienhechor, exclamó al experimentarlo: ¡Por Dios, hermano! pues para arrimarme a la pared, no era menester pegar empujones tan grandes. (Pág. 188.)
DICHO AGUDO DE ALEJANDRO FARNESIO A ENRIQUE IV
Comandaba el famoso Alejandro Farnesio al egército español que hizo levantar el sitio con que Enrique IV afligía a París. Hecho cargo aquel general de que sus marchas eran por tierra enemiga, ya la vista de tropas numerosas y bien mandadas, dispuso las suyas de manera que Enrique IV nunca se atrevió a acometerle, aunque varias veces lo intentase. Para obligarlo, pues, le envió un parlamento en que le decía que aquel modo de marchar era indigno de un gefe tan famoso, y de un egército tan aguerrido, exhortándolo en seguida de esto a que le presentase batalla. Alejandro Farnesio le contestó, no me acuerdo en qué breves términos: mas la substancia era, que si el Rey la quería, podría dar la batalla en la hora que más le acomodase; pero por lo que pertenecía a él, no tenía costumbre de tomar consejos que le diesen sus enemigos. (Pág. 190.)
EL TESTAMENTO DE UN MUERTO
Llamaron a un escribano para que un muerto otorgase ante él su testamento. El modo de otorgarlo fue el siguiente: Los interesados, en la herencia entregaron al escribano una apuntación del repartimiento del caudal que decían haberles notado el enfermo antes de perder el habla. El escribano debía irle preguntando al tenor de aquella nota: y el muerto, medio incorporado en la cama, y atado un pañuelo a la cabeza, ocultaba un cordelito que corría por debajo de las sábanas hasta los pies de la cama, y por donde era fácil dar movimiento a la cabeza. Preguntaba, pues, el escribano: ¿Es verdad, señor don Fulano, que V. quiere, y es su voluntad que sus herederos sean N. y N., sus albaceas N. y N. etc., etc.? A todo decía el muerto que sí con la cabeza. Admirado el escribano de tanta docilidad, quiso también sacar provecho de ella: y le añadió: ¿Es verdad que V. por el mucho amor y antigua amistad que le tiene, y por varios favores que ha recibido del presente escribano, quiere que se le den de lo mejor parado de su caudal tantos miles pesos? A esta pregunta el supuesto moribundo quedó tan insensible como un muerto: y entonces el escribano volviéndose al que manejaba el cordelillo le dijo: amigo mío, aquí o se ha de tirar para todos, o no se ha de tirar para ninguno. (Pág. 208.)
EL SASTRE COMICO
Vaya, señor Nistactes, otro cuentecillo. Dispusieron en un lugar tener una comedia, y entre las personas que para ella escogieron, una fue la del sastre. Este pobre hombre tomó tan de veras su papel, que en dos meses no trabajó en más que en aprenderlo. Lo buscaban para que cortase. =No puedo, porque estoy aprendiendo mi papel. = Querían que cosiese. = Dégelo V. para después de la comedia, porque ahora no me es posible. = Llegó en fin el deseado día, y con él el momento de que nuestro sastre recitase lo que había aprendido. Sale pues a las tablas: todo lo que tenía que decir estaba reducido a estas palabras: ¡Ay, que me han muerto! y después de tanto tiempo de estudio, lo que dijo fue: ¡Ay, que me han matado! (Página 214.)
FABULA DE LOS LOBOS HACIENDO PACES CON LAS OVEJAS
Trataron los lobos in illo tempore de hacer paces con las ovejas, y para ello enviaron un plenipotenciario con las correspondientes credenciales al rebaño más inmediato. Tiempo es, dijo el señor lobo pacificador, de que se acaben estas desavenencias con que traemos ensangrentado el campo, y conmovido el mundo. Mas para que ellas hayan de acabarse, es necesario cortar de raíz la causa total de la discordia. Esta no es ni puede provenir de vosotros, señores pastores, que como hombres que sois, sois nuestros naturales y legítimos soberanos. ¿Cómo habíamos de atrevernos contra aquel, a quien la naturaleza puso sobre nosotros, a cuya sabiduría se somete la naturaleza misma, y cuya fuerza alcanza a domar los leones, allanar los montes, introducir la luz del día en los abismos, y hacer navegables los mares? Mucho menos vosotras, inocentes ovejas, sois capaces de provocar nuestra ira, y ser objeto de nuestras venganzas. ¿Quién será el temerario que dude de vuestra mansedumbre? ¿Quién el maldiciente que intente manchar vuestra inocencia? ¿Quién el ignorante que no reconozca en vosotras uno de los preciosos dones con que el cielo ha regalado a la tierra? Vuestra carne presenta al hombre el más sano de sus alimentos: vuestra leche uno de sus más exquisitos regalos: vuestra lana sirve en mil maneras a su adorno y abrigo; y lo que no puede decirse sin admiración, hasta vuestras excreciones fertilizan sus campos. Provocaríamos pues nosotros sobre toda nuestra generación las excreciones y el odio de toda la naturaleza, si desconociésemos este mérito, persiguiésemos esta inocencia, y nos ensangrentásemos contra esta raza, amada con tanta razón por nuestro común soberano. Otros son, otros los autores y provocadores de nuestra antigua y obstinada guerra. ¿y quiénes pueden ser estos, sino vuestros mastines? No lo dudeis: ellos son los que nos irritan, y los que por sus no interrumpidos atentados nos provocan a las represalias. No hay uno solo en toda nuestra dilatada familia que no haya experimentado de ellos uno o muchos agravios. Hoy matan a uno: mañana muerden a otro: y no se pasa día, noche ni momento, en que o no nos hagan torcer nuestro camino, o no nos desalojen de nuestras estancias, o no alboroten contra nosotros a los moradores de los campos y los montes. Culpa es pues de ellos cuanto hacemos contra vosotras, a quienes ciertamente dejaríamos en paz, si no tuvieseis con ellos tan funesta y odiosa alianza. ¿Cuánto mejor os estaría tenerla con nosotros? ¡Y cuán a poca costa está en vuestra mano lograrla, pues no os ponemos otra condición, sino la de que nos entreguéis a esos nuestros decididos enemigos! Entregádnoslos, pues tan merecido lo tienen, pues tanto daño os traen, pues de tanto dispendio e incomodidad sirven. Ellos son unos holgazanes, que no hacen más que dormir y estar tendidos siempre. De ellos no se saca ni provecho, ni alimento, ni vestido. Lejos de acomodarse para su comida con las yerbas que vosotras pacéis, no se contentan con menos que con el pan, que es el a1imento del hombre, y cada dos de ellos necesitan de una ración igual a la de cada uno de vuestros pastores. Y todo esto por el solo mérito de andar de gorra junto a vosotras, quitaros tanto a vosotras como a vuestros pastores el sueño con sus destemplados ladridos, embestir al que va y al que viene, morder a no pocos, y ser con este motivo ocasión de disgustos y quimeras. Póngase alguna vez remedio a tantos males, y quítese este escándalo de sobre la tierra. Vosotras, señoras ovejas, renunciad desde ahora a vuestros enlaces con ellos: vosotros, señores pastores, cogedlos, atadlos, y entregádnoslos; que yo a fe de lobo de bien, y como apoderado de toda mi familia, os ofrezco no sólo la paz, más también la protección, la defensa, loa amistad, y una firme y estable alianza.
Dijo: y ni los pastores ni las ovejitas supieron resistir a tan bien estudiada arenga. Allí mismo se ajustaron los preliminares: a la tarde se celebró y cangeó el tratado; y a la noche ya los perros no podían ladrar aunque quisiesen, o más bien, no estaban en estado de poderlo querer. Libres, pues, los lobos de este estorbo, se dedicaron a cumplir los tratados, según las reglas de aquella filosofía que inspiró en tiempo de Romero la fe griega, y en los nuestros la que estamos viendo en los liberales regeneradores, tanto franceses como españoles. Vienen al rebaño, y se entran por él como por su casa, dispersando, mordiendo y destrozando ovejas. Despiertan al ruido los pastores, y acuden a reconvenir a los fieles aliados; mas estos les responden crugiéndoles los dientes y mostrándoles los colmillos. Echan mano aquéllos de los garrotes, y tratan de formalizar la defensa; mas los pastores eran dos y los lobos siete, y la victoria estuvo por el número. En resumen: antes de ocho días ya no existía oveja ninguna, y de los pastores el uno estaba enterrado, y el otro tan próximo a ello, que apenas tuvo aliento para contar a Esopo esta tragedia. (Págs. 272-229.)
EL TORERO y EL CIRUJANO
Supuesta pues esta venia, allá va la anécdota. Se estaban jugando unos toros; y habiendo descubierto al cirujano que presenciaba el espectáculo uno de los toreros, tomó por tarea el siguiente egercicio. Se iba al toro a ponerle una banderilla o un parche, y apenas salía con bien en cada uno de estos lances, se encaminaba al balcón desde donde el cirujano lo miraba, le hacía una profunda inclinación, y poniendo luego el dedo pulgar en la barba, y estendiendo el resto de la mano, le decía: esta te se escapó. (Pág. 231.).
EL CONVIDADO A CAZAR
Pero me sucedió lo que a aquel otro, a quien convidaron para que se fuese a divertir cazando, y que cansado de correr tras de los podencos, gritar, sudar y tropezar en matas y peñascos, preguntaba a sus compañeros, ¿cuándo nos divertimos? (Pág. 234.)
EL SILOGISMO DE UN LEGO
Había en un convento de frailes un lego que la echaba de erudito. Aprendió de memoria algunos latines que había oído en el coro, y aspiraba a hacer un silogismo, como los que veía hacer en las aulas. Púsose a observar el mecanismo con que los lectores lo formaban. Notó pues que todo era en latín, de que a él no le faltaba surtido: que constaba de tres proposiciones, cosa que también lo era fácil: que la primera de ellas se comenzaba de cualquier modo; pero que para la segunda era menester entrar por sed, y en la tercera por ergo. Pues bien, dijo él: ya yo tengo un silogismo hecho y derecho, mucho mejor que el de los lectores. Vaya allá:
Jam lucis orto sídere, Deum precemur supplices; Sed signis et virtutibus occurrit, et docet Petrus: Ergo nunc accepta nostrum, qui sacrasti jejunium.
(Pág. 282.)
EL BURRO EN LA TORRE
Sucedió en cierto lugarcillo que en lo alto de la torre se nació mucha yerba. Quiso uno subir un burro suyo para que la aprovechase: buscó para este efecto a otro su compadre, pusieron entre los dos en lo alto una garrucha, y con el auxilio de ésta empezaron a tirar del borrico que tenían atado por el pescuezo. Apenas el pobre animal perdió pie, cuando inmediatamente comenzó a mostrar los dientes y a sacar la lengua. ¡Que se ahoga! ¡Que lo ahorcan! decían los espectadores. Pero el dueño del borrico, volviéndose a su compañero, le dijo; ¡mire V., compadre, si el animalito tiene entendimiento! Ya se viene riendo y festejando del hartazgo que le espera. (Pág. 291.)
EL PREDICADOR y LAS AVISPAS
Predicaba un fraile (no digo de qué religión era, porque en siendo fraile, lo mismo es para el caso, que sea del color que fuere, pues nuestro hombre no distingue de colores) digo que predicaba el tal fraile en un pueblecito, de donde no sacaba todo el fruto que quisiera (dejando a la discreción del diccionarista, si el fruto que quería era espiritual, temporal o mixtifori); y queriendo para adelantar algo, dar al sermón de una noche alguna poca de más fuerzas, encargó al subir al púlpito a un monaguillo que le llevase una calavera, la mejor que encontrara en el calaverario. Cumplió el muchacho el encargo con la mayor exactitud, llevándole una que a la cuenta debió de ser calavera desde el día de su formación, según era de grande y lucida. Llegó el momento que el predicador juzgó más a propósito según el plan que tenía dispuesto, de presentar la calavera al público. Echa mano de ella, y encarándose con su auditorio, empieza a preguntar: ¿De quién es esta calavera? ¿De quién es esta calavera? Mientras repetía esta pregunta, variando de gesto y de tono, y pasándola de una mano a otra, quiso la mala suerte que uno de sus dedos se introdujese por no sé cuál de los agugeros de la calavera, en que habían labrado su acostumbrado nido y panal unas señoras que se llaman abispas. Apenas sintieron éstas que les andaban en la casa, se alborotaron como era natural, se pusieron en defensa, y la pegaron con..., pero ¿con quién había de ser sino con el fraile? (Dios le perdone al señor cura don Blas Oteiza la mala obra que me hace, en no poder decir un refrán que venía aquí como de molde, si no hubiera por el mundo timoratos.) Por fin, las abispas me rodean a mi desventurado predicador, y una en las narices, otra en el cogote, otra en la frente, otras y otras en lo primero que encontraban, comenzaron a hacerle cariños, de aquellos que (si no fuera porque no todas las verdades se pueden decir) llamaría yo liberales. El pobre hombre que de nada estaba tan ageno como de experimentar a tal ocasión tales favores, quedándose con la calavera en la mano izquierda, acudió con la derecha a desollinarse las orejas, a sacudirse el cerquillo, y santiguarse la cara con más prisa que si hubiera visto al diablo; sin dejar de repetir, aunque con voz lánguida y asustada, la pregunta de cuya era aquella calavera: hasta que fue tanta la familia que de la calavera salió, y tantos los agasajos que le hizo, que el pobre fraile sofocado la tiró enmedio del auditorio, diciendo: de algún demonio es esta calavera. (Pág. 376.)
EL MAYORDOMO QUE FUE POR EL PREDICADOR, Y SE VINO SIN EL
En todos los pueblecitos de las inmediaciones de Sevilla hay ciertas hermandades dedicadas al culto de este o del otro Santo, o de esta o la otra imagen del Santo de los Santos, o de su santísima Madre. Para la función que estas hermandades costean, lo primero que se procura es el sermón, quedando a cargo del mayordomo encomendarlo, conducir, hospedar y atender al predicador, que las más veces llevan de Sevilla. Los mayordomos que por lo común son españoles templados a la antigua, miran como el día más clásico del año aquel en que ha de estar y comer en su casa el padre. Para que duerma se le pone una cama como un altar mayor, con sus sábanas almidonadas, sus almohadas llenas de encajes y moños y su colcha de una tela que cruge y yo no sé cómo se llama. ¡Ojalá que en medio de todas estas prevenciones no se les olvidara a los pobres la de otro mueble de menos momento, pero de mucha más necesidad! Por fin la cama es como de novio. Por el mismo orden la mesa. Arroz con leche y gallo muerto no hay quien lo quite: albóndigas son de ordenanza: desde dos días antes está la sartén chirreando, echando de su cuerpo rosas, y madurando frutas: se ponen en contribución las que el país produce actualmente, y las que la industria conserva para fuera de tiempo; y van a buscarse a Sevilla algunos otros artículos que sin embargo de no ser de cosecha propia, son como de cajón en estos lances. En suma, si no fuera porque a veces el caballo trota y el ginete se cae, porque el sermón molesta, y porque para el confesionario de aquel día es menester cabeza de bronce; uno de estos pudiera llamarse el gran día de fiesta para un fraile, que pasa todos los demás con estrecho y mal condimentado alimento; y tan feliz, que pudiera causar una vehemente vocación al estado religioso, aunque fuera al mismo Semanario patriótico.
Pues, señor, sucedió que uno de estos mayordomos vino el sábado por el predicador y por las correspondientes prevenciones a Sevilla. Gastó la mañana en comprar la media libra de vizcochos para cuando el padre bajase del púlpito, la cuarta de chocolate para el desayuno del padre, las naranjas chinas para ponerlas al padre de principio, el azúcar para echar en el arroz del padre, las especias finas para la olla que el padre había de comer, y no sé qué otras zarandajas para completar el obsequio al padre. Mas llegada la tarde se volvió a su lugar, llevando consigo todas las referidas prevenciones, y dejándose en su convento al padre. Apenas su muger le vio entrar sin padre, le dijo: ¿hombre, cómo no viene el padre predicador? El, entonces, dándose una palmada en la frente, respondió: Bien decía yo por todo el camino: una cosa se me ha olvidado y no puedo acordarme de cuál es. (Página 399.)
EL DEL GALLEGO CON EL PANORMITANO
Oid el siguiente egemplo con que acabo. Servía a un abogado un gallego recién venido. Necesitó el abogado, no sé para qué cosa, del Panormitano, que es un libro de derecho, y envió al criado a su casa para que una sobrina se lo diera. Volvió el gallego dentro de breve trayéndole un decente garrote.=Mi amo: aquí está lo que V. me pidió. = Pues ven acá, hombre, ¿qué fue lo que yo te pedí? =Ah, mi señor, lo que vuesa merced me pidió fue lo que he traído, el palo del hermitaño. (Pág. 443.)