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Las estadísticas indican que el despoblamiento del medio rural, progresivamente en aumento durante los últimos sesenta años, se ha detenido. Es esta una noticia que, lejos de tranquilizar el ánimo de quienes vienen preocupándose habitualmente por la cultura y costumbres tradicionales de ese ámbito, invita a una reflexión seria, ya que tal parada no se ha producido por una circunstancia positiva como podría ser la mejora de las condiciones de vida para sus habitantes, sino por un frenazo lógico y esperado en el desarrollo industrial. Cierto que dotar actualmente al medio rural de una serie de servicios, transcurrido este crucial medio siglo de abandono, supondría para la Administración un esfuerzo muy superior al habitual, pero también lo es que pocos políticos ven en el campo, en su menguada población y en sus anticuadas estructuras, un terreno propicio para sus ambiciones; ni tan siquiera aquellos que, por obligación ética o por convicción, confían en la sociedad rural, aciertan a descubrir en ella un futuro halagüeño. Las posibilidades, sin embargo, siguen intactas –incluso las turísticas, pese al deterioro casi irreversible que supuso para muchos pueblos la locura de querer parecerse a las ciudades-. Es necesario, en primer lugar, volver a contar con los elementos humanos que movieron tradicionalmente la vida espiritual y material de esas pequeñas poblaciones: El maestro, el cura, el médico, el veterinario, el secretario, deberían vivir y convivir con los problemas diarios de la comunidad que les sostiene económicamente. Reducir su actuación a un puro trámite remunerado es una barbaridad que lamentamos profundamente, aunque sea moneda de uso corriente en estos días y al solicitarlo pueda sonar nuestra voz como destemplada dentro del coro actual sólo movido por intereses materiales.