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Revista de Folklore número

108



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LA MUERTE EN EXTREMADURA: Apuntes etnográficos.

DOMINGUEZ MORENO, José María

Publicado en el año 1989 en la Revista de Folklore número 108 - sumario >



La cultura popular funeraria es uno de los apartados más ricos que podemos encontrar dentro del folklore de la provincia de Cáceres, tanto por lo que se refiere a las creencias en el paso al más allá, como por lo que respecta a las prácticas que aún perviven relacionadas con el ancestral culto a los muertos. Algunos de los aspectos mortuorios, como es el caso de los augurios o vaticinios premorte, ya llamaron nuestra atención y a ellos dedicamos los correspondientes trabajos (Véase, por ejemplo, Revista de Folklore, nº 32). En el presente estudio voy a referirme a lo que sería factible denominar biografía de la muerte, es decir, a tratar el sucesivo comportamiento de los vivos con los que han muerto o están en trances de fallecer. Señalemos, no obstante, que buena parte de las prácticas que reseñaremos desaparecieron en la primera mitad de este siglo, aunque sigue vigente la casi totalidad de las que aluden los apartados «las muerte físicas», «el velatorio» y «el entierro».

No faltan en el dialecto extremeño numerosas expresiones referentes al hecho de morir, De las más corrientes o comúnmente empleadas, que he logrado recoger en mi largo peregrinar por los pueblos de la provincia de Cáceres, son éstas: Arrugal el jocico; Machacal jormigas con el caletri; Estiral la pata; Mual la colol de las uñas; Empalmal; Cascal; Quealse lacio el rabo; Dilse pal enjalbegao; Jacel lo que Desiderio; Jacel lo que jizo el otro; Ilse pal güerto de las patatas; Doblal la servilleta; Crial jortiquillas; Jacel un calvotero con la cabeza; Palmala; Espichal; Endiñal; Cerral el ojo; Ponelse un abrigo de tablas; Dicil adiós; Entonal el gorigori; Comel tierra; Crial malvas, etc,

Sin embargo, la ironía de los dichos dialectales no oculta el drama y el profundo respeto que el cacereño siente hacia la muerte y hacia sus muertos, como vamos a ver al analizar los siguientes apartados.

1. EL VIATICO.

Cuando el enfermo va llegando a su fin, algún familiar avisa al cura para que éste proceda a administrarle el último sacramento. El esquilón de la iglesia toca de una forma especial para comunicar a los fieles la extremaunción. A los lados del sacerdote, alumbrado con faroles, van dos de los miembros de la Cofradía del Santísimo Sacramento y, tras ellos, dos largas hileras de hombres y de mujeres portando velas encendidas. A unos diez o quince metros por delante de la comitiva marcha un monaguillo sonando pausadamente la esquila. Los que se encuentran en la calle deben arrodillarse al paso del Santísimo o seguirle hasta la casa del enfermo. Las mujeres rezan a coro durante el trayecto:

Ya sale el Médico Santo,
vestido de carne humana;
va a visitar al enfermo
que está malito en la cama.
Que Dios dé salud a su cuerpo
y la salvaci6n a su alma.

La habitación del enfermo se convierte por momentos en una estancia sagrada. A un lado de la cama, a modo de altar, hay una camilla cubierta con paños blancos y, sobre ella, un crucifijo, un vaso con agua y dos velas encendidas. Durante el rato que el sacerdote conforta espiritualmente al enfermo todos han de estar de rodillas, incluso quienes quedaron en la calle.

El regreso desde la casa del agonizante hasta la iglesia se hace de igual forma que la venida y con idéntico recogimiento.

2. LA MUERTE FISICA.

Durante la agonía el enfermo es consolado por las oraciones de las devotas, entre las que no falta la titulada encomendación del alma, que recita una beata para «ayuarlo a bien morir». A los lados de la cama los más allegados permanecen de rodillas esperando el fatal desenlace. Cuando el óbito se produce lo primero que se hace es cerrarle los ojos al fallecido, asunto que compete a algún familiar. Si el muerto es un niño será el padrino el encargado de tan piadosa función.

En Navas del Madroño en el mismo instante en que se produce la muerte se vacían todos los recipientes de agua que haya en la casa, tirándola a la calle, ya que existe la creencia de que al separarse el alma del cuerpo busca un lugar para purificarse y lavar sus culpas y pecados antes de presentarse ante Dios. Para este menester echará mano, lógicamente, del agua que tenga más cerca. Y también es lógico que nadie quiera servirse de este líquido para sus usos, ya que cargaría con todas las faltas que el alma de] difunto hubiera dejado. En casi todos los pueblos de la provincia se cubren los espejos con crespones negros, se le da la vuelta a los cuadros, se recogen los adornos y las cortinas, se ponen tapetes negros en las camillas y se cierran todas las ventanas. Aseguran que esto ayuda al alma a salir de la casa donde viviera y le impide un futuro reconocimiento de la misma una vez que haya salido, por si le diera «la bobá de golvel p'acá».

En Torrejoncillo la publicidad de la muerte corresponde hacerla a una mujer, cuyo oficio es el de andar los pasos o dar las patás. Por el trabajo cobrará una soldada equivalente al sueldo base de ese momento. Ella es la encargada de dar la mala nueva al cura, de arreglar los papeles, de rezar el primer rosario en la casa mortuoria, de encargar el ataúd al carpintero y de dar las señales. Estas se hacen tocando las campanas de la iglesia. El número de badajadas para aviso de muerte, sobre el que convendría hacer un estudio en la provincia, varía de unos pueblos a otros. En Ahigal trece campanadas y repique final indican el fallecimiento de una mujer. Cuando el muerto es un hombre las campanadas serán catorce y el repique más largo. Cuando los fallecidos son solteros se dobla pausadamente. La pertenencia a la Cofradía de la Vera Cruz le reporta a sus miembros una propina de cinco badajadas. Cuatro, si pertenece a la de las Animas. Ocho, a los del Santísimo Sacramento. Siete, a los de San Marcos. Quince, a los de Nuestra Señora del Rosario. Las propinas para el cura muerto ascienden a treinta y una campanadas. Por los niños no se dobla. Para ellos hay un din-dan o repique de gloria sólo en el momento de conducir el cadáver a la iglesia. En Casar de Cáceres y en otros pueblos del sur del Tajo, además del aviso campanil, colocan en el exterior de la casa, en sitio bien visible, un crucifijo con un lazo negro.

3.EL AMORTAJAMIENTO.

Uno de los primeros cuidados hacia el muerto es el de proceder a colocarle su mortaja. Esta ocupación está reservada a los allegados del fallecido y a algunas especialistas, habiéndose de acompañar el trabajo con el rezo de alguna plegaria. Durante la operación no hay que permitir la entrada en la estancia a gatos ni a perros, ya que a estos animales se les graba en los ojos la imagen del muerto. Antes que nada se procede a lavar el cuerpo sin vida, porque lo que se jaga con el fináu difunto se jace tamién con la su alma, se le cortan las uñas, se le peina y, si el fallecido es varón, se le afeita. En el área meridional de la provincia se le tapan las narices con bolitas de algodón. Para que no quede con la boca abierta se le sujeta la mandíbula inferior con un pañuelo que, pasado por debajo de la barbilla, viene a atarse sobre la cotorina.

La mortaja ha dependido siempre de la condición económica y social del muerto, notándose un cambio de unas épocas a otras. Hasta mediados del presente siglo la mayor parte de los muertos eran vestidos con una camisa y un calzoncillo, los hombres y con una saya o blusón, las mujeres. A unos y otros se envolvía luego en una sábana de lino o sudario. La cara se les cubría con un trapo blanco o tapamuerto. Sólo los más pudientes llevaban a la sepultura trajes nuevos, aunque envueltos también en el clásico sudario. A los militares y a los eclesiásticos se les ponían ropas de gala, costumbre ésta con raíces medievales. Los hábitos religiosos no han sido usados en la provincia de Cáceres en demasía a la hora de vestir a los muertos. Su presencia reciente se debe a una influencia de las grandes ciudades sobre los centros más populosos de la región, como son Cáceres, Plasencia o Trujillo. Su uso quedó relegado a personas muy concretas (miembros de cofradías o hermandades religiosas, devotos de determinadas órdenes...). Siempre ha sido constumbre endosarle al muerto un escapulario, ya que existe la creencia de que la persona que se entierre con él no podrá condenarse. En las últimas décadas se ha impuesto la costumbre de vestir a los muertos con sus ropas más nuevas. Sin embargo, hay que despojarlos de cadenas, relojes y de todo tipo de joyas, pues se supone que no es bueno para el que muere llevar estas riquezas al otro mundo.

Una vez que ha sido amortajado, el cadáver permanece en la misma cama y estancia en la que falleció. A los pies y a su alrededor encienden lamparillas de aceite, velas y candiles, lo que sirve para dar una imagen tétrica de la habitación. Encima de las rodillas le colocan un crucifijo o un rosario y, en caso de pertenecer a alguna cofradía, el distintivo de la misma. Sobre el pecho le ponen un plato lleno de sal. En los pueblos del norte del Tajo dicen que la sal impide que el cadáver se hinche y se descomponga. Al sur del río dan otra razón muy distinta: la sal hará que huya el demonio que ronda por las proximidades acechando el alma del difunto. En Garrovillas el muerto, ya amortajado, se coloca en un sofá en medio de la mayor estancia de la casa.

4. LOS AUGURIOS.

El arte augural no puede faltar en relación con los muertos. El cacereño piensa que la persona fallecida en día de lluvia tiene bien ganada la gloria. Sin embargo, una muerte en día de tormenta es señal de condenación. Si un cuervo se posa sobre el tejado de la casa en la que hay alguien de cuerpo presente está indicando que su alma habrá de cumplir las penas del infierno. El que los cirios o candelas que alumbran el cadáver chisporreteen es porque la muerte llegó cuando el fallecido se hallaba en pecado mortal. Los presentes, siempre que deseen salvar a ese alma de la segura condenación, deberán rezar un paternostri por cada una de las explosiones luminarias.

Se piensa que la luna ilumina el alma de los muertos en su peregrinar al eterno destino y que, por esa razón, es buen augurio el fallecer en luna llena o en cuarto menguante, ya que de ocurrir el óbito en las otras fases el alma se perdería por falta de luz y nunca saldría de las tinieblas.

Respecto de los niños el vaticinio es más sencillo: si el pequeño ha muerto sin mamar su destino es el cielo; si mamó, en el purgatorio ha de penar sus faltas, es decir, las que su madre le trasegó en el momento de la lactancia. En Cáceres capital aseguran que el alma de los pequeños fallecidos no tienen otro destino que el de la reencarnación en el primer ser humano concebido tras su muerte.

El alma de la mujer que hubiera clavado con un alfiler a una mariposa en una almohadilla, cartón o corcho, estará condenada a dar siete vueltas al mundo antes de encontrar el descanso definitivo. Así lo afirman en Tornavacas y en Cabezuela del Valle.

5.EL VELATORIO.

La noticia de un fallecimiento y el nombre del difunto llega en breve espacio de tiempo a los miembros de la comunidad rural. Poco a poco se acercan a la casa mortuoria los vecinos del pueblo. Las mujeres van vestidas de luto, con mantilla o velo negro. Esta primera visita es corta. Dura el tiempo justo para que cada uno de los que llegan digan un paternostri por la su alma, plegaria que es contestada por todos los presentes. En algunos lugares, como es el caso de Garrovillas y pueblos limítrofes, no se abre la casa hasta que el cadáver ha sido amortajado y puesto en un sitio donde puedan verlo todos los que llegan a encomendailo a Dio. Lo más normal es que, excepto la familia y los amigos íntimos, nadie entre en la habitación en la que el fallecido está de cuerpo presente. Por la tarde, alguna rezaora o rezandera, ante los miembros de la familia, algunos vecinos y varias ancianas que no podrán asistir al velatorio nocturno, rezará las preces de rigor, con variantes de uno a otros pueblos, y los misterios dolorosos del rosario, todo ello en memoria del difunto y de los anteriores muertos de la casa.

Por la noche tiene lugar el velatorio propiamente dicho, que en las comunidades campesinas cacereñas constituye un auténtico acto social y de solidaridad general hacia una familia por la pérdida de uno de sus miembros. En los pueblos pequeños una muerte es más sentida que en los grandes núcleos; el muerto es siempre un conocido de todos y amigo y familiar de una gran mayoría, y en ocasiones su desaparición supone un resquebrajamiento en las relaciones del propio grupo humano. Por consiguiente, el velatorio se convierte en un acto comunitario en el que todos, en mayor o menor medida, deben participar.

Ya anochecido hombres y mujeres van acercándose a la casa del difunto. Cada uno rezará el consabido por la su alma, paternostri, que será respondido por las personas más cercanas. Luego se pasará a dar el pésame a los familiares de primer grado (padre/madre, esposo/a, hijos, hermanos...), empleándose la frase ritual de salú pa encomendailo a Dio. Acto seguido tomarán asiento en algunas de las sillas que se han traído prestadas de las viviendas vecinas. Las mujeres suelen acomodarse dentro de la casa mortuoria, mientras que los hombres se aposentan a la puerta o, si el tiempo es poco agradable, bajo un techado cercano.

El velatorio, en contra de lo que se podía pensar, no es un acto serio ni triste. Para los cacereños constituye uno de los momentos más divertidos en la rutinaria vida campesina. Incluso es un lugar de ocio para las personas enlutadas que tienen vedada su participación en otros acontecimientos lúdicos. No hay que olvidar que el velatorio, a pesar de todo, es un hecho piadoso. Lógicamente se reza, aunque sea poco, siendo las oraciones un oficio de las mujeres más próximas a la estancia en la que permanece el cadáver. Las principales plegarias en estas horas de la noche las constituyen el rosario, casi siempre dirigido por la rezandera de turno, y algunas preces propias del caso y destinadas a servir de ayuda al alma que va a presentarse ante la justicia divina.

La noche es larga, pero no faltan los entretenimientos para que las horas transcurran en un verbi. Se habla. Las conversaciones de los reunidos empiezan girando en torno a los muertos, a las virtudes del fallecido que se vela y a temas relacionados con el acto (sobre otros velatorios, historias de ánimas en pena, aparecidos, leyendas macabras...). Seguidamente irán apareciendo problemas que atañen a los presentes, como la sequía, la cosecha o el mercado, así como otros temas de actualidad relacionados con el pueblo. El velatorio se convierte en muchos casos en el radio macuto de noticias desconocidas.

Quizás por aquello de que los duelos con pan son menos, existe la costumbre de invitar la casa mortuoria a los asistentes a café y copa varias veces a lo largo de la noche. En Casar de Cáceres la invitación es más espléndida, ya que los presentes, cuando va llegando la madrugada, son obsequiados con chocolate, lomo y pringás. Durante el velatorio, mediante un sistema de turnos, los hombres hacen rondas al pueblo con el fin de vigilar casas y haciendas de las miras de los rateros que aprovecharían la ausencia de sus dueños.

Este velatorio descrito es el Común en toda la provincia de Cáceres. Sin embargo, se sabe de otro tipo de vela que tenía lugar dentro de la iglesia. Se daba cuando fallecía un pobre sin familia, un desheredado, un transeunte desconocido etc. Eran las cofradías de la Vera Cruz o de las Animas las que se hacían cargo del muerto. Montaban el cadáver en unas esparigüelas y lo transportaban al templo. En Ahigal el muerto se introducía en un ataúd de las mencionadas cofradías y allí permanecía hasta que fuera sacado para darle sepultura. A falta de información escrita, de estos velatorios se tienen noticias gracias a la tradición oral.

6.EL ENTIERRO.

El momento de sacar al muerto de la casa se aproxima. Pero antes hay que meter el cadáver en la caja y cerrar la tapadera. El ataúd es de madera forrada de tela negra cuando el fallecido es adulto. Los niños serán enterrados en caja de color blanco, que no se tapará hasta llegar al cementerio. A estos los portan muchachos, que recibirán unas monedas por el trabajo. En Pozuelo de Zarzón se les obsequia con pan y queso. Los plañidos y gemidos, contenidos hasta ese momento, suben de tono cuando el carpintero procede a clavar con buen pulso las dos piezas del ataúd. Las campanas empiezan a doblar cuando el sacerdote sale de la iglesia hacia la casa del finado. Acompañan al cura el cerero con un cesto lleno de velas, el sacristán, dos hombres que sostienen la cruz parroquial y un crucifijo, dos monaguillos con quisopo y calderillo y el portador del estandarte de la cofradía a la que perteneciera el difunto.

Cuando la pequeña comitiva llega a la casa mortuoria los llantos y los gritos de los familiares y amigos se hacen incesantes. Todavía a principios de siglo las familias pudientes contrataban lloronas o plañideras para que se hartasen de llorar por el finado a lo largo de toda la ceremonia fúnebre. Famosas fueron las plañideras de Guijo de Granadilla y de Garrovillas. Su misión, además de llorar y de gritar, consistía en relatar las historias más sobresalientes del difunto y todas sus virtudes, entonando una narración con un deje lastimoso que contagiase el llanto a los asistentes. La exageración de las plañideras cacereñas debió ser tal que hizo necesaria la aparición de leyes eclesiásticas condenando sus usos y abusos.

El ataúd es sacado de la casa por cuatro hombres que lo sujetan por otras tantas cuerdas que salen por agujeros de dentro de la caja. La costumbre de cargar a los muertos en los hombros es muy reciente. El muerto caminará con los pies dirigidos hacia adelante; los clérigos van de cabeza. Abren la comitiva hacia la iglesia las cruces; le sigue el estandarte de la cofradía, cuyos miembros llevan velas y distintivos (capa, escapulario, cruces...); tras ellos caminan el resto de los hombres, también con velas encendidas en sus manos, el sacristán y el sacerdote. Siguen el orden el ataúd, los familiares más allegados del difunto y las mujeres, que caminan en pelotón. La esposa del muerto, o en su caso el marido, permanece en casa acompañada de algunos familiares.

En Casar de Cáceres para los ricos se hacen entierros de pan y cera, a los que van cincuenta pobres con velas encendidas. A estos especiales acompañantes se les daba dos pesetas de propina. En dicho pueblo destacaba en los entierros la figura de la ofrendera. La típica mujer iba vestida con doce sayas superpuestas, dos pañuelos de merino colocados al pecho y una mantilla larga, y adornada con un rosario grande de madera. Su función era la de llevar a la iglesia cinco cirios alumbrando en una mano, así como una cesta con pan y una jarra de vino de misa en la otra.

El muerto es colocado en el centro de la iglesia sobre un catafalco y da comienzo el funeral de cuerpo presente, que, dependiendo del número de lecturas leidas o de velas que alumbrasen, podía ser de primerísima, primera, segunda y tercera. A mayor categoría mayor ha de ser el desembolso económico. Las ofrendas de la misa las llevan las hijas mayores.

Tras el funeral dan comienzo los responsos. En Garrovillas un familiar se coloca a la puerta del templo con una bandeja en la mano para que los acompañantes depositen sus monedas. El dinero recaudado se entrega al sacerdote para que diga responsos hasta agotar lo recaudado.

Las dádivas para los responsos por parte de los vecinos asistentes al entierro son comunes en toda la geografía cacereña, aunque éstos se efectúen por lo general tras la misa de semana.

El camino hacia el cementerio sigue la misma norma, en cuanto al orden se refiere, que la que se guardó desde la casa mortuoria a la iglesia. Hasta hace pocos años la mayoría de los fallecidos se enterraban bajo tierra. No faltaban en este adiós las preces y las muestras de dolor, ni los puñados de tierra que, después de besarlos, arrojaban los familiares a la caja depositada ya en la tumba.

Después del entierro hay que acompañar al doliente a la casa mortuoria, donde se volverá a recordar al finado con oraciones. En Torrejoncillo este es el momento de dar la cabezá o pésame. Y en otros puntos de la provincia es el instante en el que la familia del fallecido invite a los presentes a un refrigerio, sin que sea necesario brindar por la salud del muerto.



LA MUERTE EN EXTREMADURA: Apuntes etnográficos.

DOMINGUEZ MORENO, José María

Publicado en el año 1989 en la Revista de Folklore número 108.

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