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A D. Julio Caro Baroja, maestro insigne
No es extraño que, al rastrear nuestras tierras a la búsqueda de instalaciones o mecanismos que tengan valor desde el punto de vista de la Arqueología Paleoindustrial -estudio de las vías e instrumentos de transformación anteriores a la llamada Revolución Industrial del siglo XIX-, nos encontremos con notabilísimos ejemplos de tecnología popular, de muy arraigada tradición cultural. Es decir que, a medida que nos alejamos de ese siglo XIX en sentido inverso al de la Historia, se hacen más tenues e irreconocibles los límites existentes entre la técnica requerida por una cierta labor de transformación, impuesta por la mera necesidad de supervivencia humana, y la respuesta cultural, instrumental, que a nivel popular, colectivo o comunal, se da a esa necesidad técnica poniendo en juego todo el saber y la experiencia acumulados a lo largo de siglos de lucha, imaginación y autocorrecciones.
A Partir de esa fecha, ingenierías, arquitectura, -el mundo tecnológico en general- van a convertirse en patrimonio exclusivo y cerrado de los diplomados y los «especialistas», apartando para siempre los ojos, las manos y el ingenio de los pueblos anónimos, de las máquinas que durante siglos acompañaron su trabajo y su existencia toda. Así se da un paso fundamental más en la feroz apropiación capitalista de los medios, y hasta de las ideas, de producción.
Dicho de otra manera, en frase de D. Xavier Barral i Altet, profesor catalán de la Ecole de Hautes Etudes en Sciences Sociales: «...La Arqueología Industrial [más aun la Paleoindustrial, nos atreveríamos a puntualizar] es interdisciplinaria y cercana a la Historia Social y Económica, así como a la Etnología...» (1).
Entre todas las máquinas de tradición antigua o medieval, que tuvieron por objetivo primero y original un cambio de 90º del plano de giro mecánico -es el caso de los más simples engranajes de los molinos eólicos e hidráulicos de aceña; no así de los de rodezno, puesto que en éstos sólo existe un eje de giro que comparten rueda motora y muelas-, y que luego se afinan y complican para transformar el giro en golpeadura de frecuencia constante -es el caso de las cruces y mazos de los batanes de paño, y de los pujones o levas y macho de los martinetes de herrería-, ocupa un puesto privilegiado, por su presencia secular y abundantísima en prácticamente todos los paisajes hispánicos, al menos hasta mediados de este siglo XX, la NORIA de TIRO, llamada también de SANGRE.
Magníficos ejemplares de este último ingenio, de muy larga tradición entre nosotros, hemos tenido la suerte de descubrir en tierras alcarreñas, en la localidad de Imón -término municipal de Sigüenza, provincia de Guadalajara-, dedicadas hasta hace una decena de años, en que fueron sustituidas por bombas de motor eléctrico, a su antigua función de sacar y elevar agua de los pozos, con la particularidad de que este agua no sirve para el riego de huertas, como fácilmente podría presumirse, sino para el beneficio de la sal que, disuelta hasta muy rica saturación en forma de salmuera, se recoge tras evaporación en unos estanques o albercas, de profundidad exigua y fondos peculiarmente empedrados, dispuestos con tal fin.
En esta zona norte de Guadalajara, allí donde la mesa geológica, llamada arriaca por los iberos, alcarria por los romanos y «río de piedra» por los árabes (= Wad al-hachara), se desfonda, al contacto con los más abruptos plegamientos de las sierras de Ayllón, de Pela, de las Cabras y Gorda, en múltiples hoyas rodeadas de cerros de escasa altura, con un especial facies -o perfil estratigráfico- calizo de origen marino, se produce una de las mayores concentraciones de depósitos de sal gema del interior de la Península Ibérica.
Las mismas filtraciones del agua de lluvia disuelven esa sal cristalizada, produciendo una salmuera con muy altos índices de salinidad: hasta 230 gramos/litro en Imón y La Olmeda de Jadraque, cuyas salinas producen más de 4.600 toneladas/año de sal, seguidas muy de lejos -menos de 500 toneladas/año- por la masa de sal beneficiada en Cercadillo, Bujalcayado, Gormellón o Santamera, Riba de Santiuste, Carabias, Valdealmendras, Alcuneza o Riotoví del Valle, poblaciones pertenecientes todas ellas a la antigua Tierra de Sigüenza. (Datos del año 1964 del Instituto Geológico y Minero de España.)
De sales fósiles y corrientes de ríos salados en Turdetania (antigua Bética) informa, ya en el siglo I a. de C., el griego Estrabón en su Geographiká [111-2,6].
Y de pozos de salmuera «en cierta parte (?) de Hispania» escribe en el siglo I de nuestra era, Plinio el Viejo, en su Naturalis Historia [XXXI-83]. Ya en el siglo XVI, el humanista italiano hispanizado Lucio Marineo Sículo se refiere, con mayor precisión, a los pozos de extracción de sal existentes «cerca de Sigüença» y «en el valle de Atiença», y cita expresamente y a renglón seguido: «el lugar que se dize Salinas», posiblemente Salinas de Saelices, también en tierras alcarreñas, en su obra De las cosas memorables de España [Alcalá de Henares, 1533-folios iiij y v].
Pero, para documentar la existencia de norias como las estudiadas en este trabajo -norias de larga tradición en la tecnología popular, cuya función consistía en extraer agua de pozos salíferos-, hemos de remontamos a mediados del siglo XIX, y acudir a la ayuda inestimable de D. Pascual Madoz y de su monumental Diccionario. En su artículo Saelices (Salinas de) podemos leer una exacta referencia a las máquinas que aquí nos ocupan: «... y tocando á él [el recocedero o estanque en el que se vierten y sedimentan las aguas] está la noria cubierta, cuyo pozo de 48 varas [40 metros] de circunferencia, tiene 9 [7,5 metros] de profundidad, y su rueda aguadera [de elevación y desagüe, provista de eje horizontal y giro vertical] 2 1/2 [2,1 metros] de altura;...». (2).
Afortunadamente, contamos hoy con una no escasa bibliografía contemporánea y española sobre el ingenio NORIA, ora visto desde el punto de vista de la arqueología o de la historia del arte y de la técnica, ora contemplado en sus aspectos más destacables para la etnografía local o la antropología general.
Desde los primeros artículos publicados por D. Leopoldo Torres Balbás, sobre las grandes ruedas de corriente, especialmente las toledanas y cordobesas, hasta el pormenorizado estudio de D. Ignacio González Tascón sobre las Fábricas hidráulicas españolas -del que recogimos, por cierto, la primera noticia sobre estas norias de extracción de agua salina-, pasando por las Norias, aceñas, artes y ceñiles en las vegas murcianas...de Dª María Elena Montaner Salas, y las Comunicaciones al II Congreso de Arqueología Medieval Española -enero, 1987-, son ya muchos los estudios que van cercando poco a poco el tema en cuestión y aproximándolo a nuestros conocimientos y afición.
Pero es, sin lugar a duda, D. Julio Caro Baroja quien ha sistematizado, de forma prácticamente definitiva, el saber acumulado en tiempo y espacio sobre este artefacto, y ayudado, en gran medida, a su clarificación filológica y tipológica, en sus magníficos estudios Norias, azudas y aceñas y Sobre la historia de la noria de tiro, de los que hemos recogido una información exhaustiva para la realización del presente trabajo.
* * *
La NORIA (según el Diccionario de la R.A.E.) es una máquina compuesta generalmente de dos grandes ruedas, una horizontal, a manera de LINTERNA, movida de una palanca, de la que tira una caballería, y otra vertical, normalmente DENTADA, que ENGRANA en la primera y lleva colgada una doble maroma con arcaduces o cangilones para sacar agua de un pozo.
La definición, muy exacta, incluye dos conceptos básicos para la correcta intelección del funcionamiento del ingenio: en primer lugar, la existencia de dos ruedas dispuestas según planos perpendiculares entre sí, y engranadas de tal manera que la de giro horizontal y eje vertical ( = linterna) arrastra en su movimiento a la de giro vertical y eje horizontal ( = rueda dentada); en segundo lugar, la máquina precisa de un animal que, al recorrer un camino con forma de corona circular en torno al pozo, tira de una palanca, o varal, que hace rotar la linterna, lo cual explica que el artefacto se denomine de tiro, y también de sangre.
Procede su nombre del término árabe na'ura, que tiene multitud de variantes dialectales en las lenguas árabe y hebrea norteafricanas y andalusíes.
La forma castellana más popularizada y, al mismo tiempo, aceptada a niveles académicos, en los siglos XVI y XVII, fue la de ANORIA. No pocos pueblos, aldeas, barrios de villas, granjas y alquerías repartidos a todo lo largo y ancho de la geografía hispánica -de Almería a Oviedo, de Lérida a Cáceres- llevan nombres como Anoria, Añora, Nora, Ñora y Norela.
Ahora bien, también la palabra árabe assudd ha originado en castellano: azud, que es una presa hecha en los ríos a fin de tomar agua para regar y para otros usos; y azuda, cuyo significado más generalizado es el de: máquina consistente en una gran rueda, afianzada por su eje en dos fuertes pilares, que, movida por el impulso de la corriente, da vueltas para cargar, elevar y arrojar al exterior el agua de los ríos, con la que se riegan los campos.
E igualmente, el vocablo árabe as-saniya nos ha dado el término aceña, que designa, en primera acepción: el molino harinero situado dentro de un cauce de agua; y, en segunda: la azuda o máquina elevadora de agua.
Pero según nos dice el polifacético y siempre sugerente Arcipreste de Hita, al hablar del rocín que, lleno de mataduras y desollones, olvidada ya su gloriosa juventud de corcel de batalla, tiene que soportar las burlas del asno siempre «maldoliente» y atropellado por todos, al verse reducido en su vejez a llevar a cabo ruines faenas de tiro:
«....a arar lo pusieron e a traer la leña
a vezes a la noria, a vezes a la açeña:...»
(LIBRO DE BUEN AMOR, Estrofa 241; versos b y c).
De los versos anteriores se deduce que, hacia 1350, había aceñas de tracción animal funcionando en el centro peninsular, y que tales ingenios se diferenciaban perfectamente de las norias de tiro. Posiblemente, la aceña a la que se refiere Juan Ruiz sea la tahona o atahona, procedente del árabe at-tahuna: molino de cereales provisto de rueda movida por caballería.
Todavía se complica un poco más este enredo filológico, al comprobar que en ciertos lugares -Egipto, por ejemplo- se llama a la noria «saquiya», palabra de origen árabe: assaqiya, que ha dado al castellano, por un lado: acequia, que es una reguera o canal para conducción de agua; y, por otro: azacaya, que el Diccionario de la R.A.E. define como ramal o conducto de agua, en Granada; y, antiguamente, noria grande.
Al parecer, la solución más razonable y mejor admitida, a cierto nivel de ciencia lingüística, para desenmarañar el embrollo semántico y de génesis léxica es: seguir llamando NORIA a la máquina elevadora de agua, de tracción animal; AZUDA a la rueda impulsada por la propia corriente; ACEÑA al molino harinero provisto de rueda hidráulica de giro vertical; ACEQUIA a la reguera o cacera; y dejar a los «regaores» de la Vega granadina que sigan haciendo sus «sangrías» de agua, por medio de AZACAYAS, de los CAUCHILES (3) o arcas generales de distribución de riego.
Con esto no queremos descalificar, en absoluto, las formas del lenguaje local, de venerable antigüedad en su mayoría, referidas a los modos y herramientas de utilización del agua (4).
En verdad, fueron los cerebros griegos de talante físico-matemático los que, desde el ángulo de la pura abstracción especulativa, diseñaron el mecanismo de engranaje capaz de trasladar un movimiento de giro, de un plano a otro perpendicular al primero.
Dicho engranaje aparece ya mencionado en Herón de Alejandría (siglo II a. de C.), y de él lo tomó probablemente el romano Vitruvio (siglo I de nuestra Era) para describir, en su De Architectura [X-5], el funcionamiento de la tahona o aceña de tracción animal.
Pero no parece que fueran los tratadistas e ingenieros griegos o romanos quienes imaginaran que ese mecanismo, movido por caballería, podía aplicarse en la práctica diaria a la extracción y elevación de agua de pozos de riego.
Lo que sí conocieron perfectamente griegos y romanos, a partir de Arquímedes de Siracusa ( 212 a. de C.), es la capacidad de la corriente de agua para transmitir energía, y mover ruedas provistas de cubos o cajones que cargan ese agua y la elevan a una altura deseada. Así, puede leerse una completa descripción de azuda o rueda de corriente en la ya citada obra de Vitruvio.
Que los romanos no sólo manejaron el concepto teórico, sino que también lo utilizaron con relativa frecuencia en aplicaciones prácticas, lo prueba el hecho de que hayan llegado hasta nosotros, en un óptimo estado de conservación, una pareja de ruedas de achique, de las instaladas por ellos en su explotación minera de Tharsis (Huelva).
Ruedas parecidas, de tradición hispanorromana e hispanogótica, que los textos denominan comúnmente como rotae, se emplearon desde fecha temprana para el riego de vegas y huertas. Posiblemente, la tradición mozárabe las hizo llegar, siglos después, al Al-Andalus musulmán y a la España cristiana.
En cuanto a la noria de tiro, habría que buscar, por el contrario, los primeros modelos de su concreción, material en Persia, donde ingenieros indígenas al servicio de la monarquía sassánida (224 a 652 de nuestra Era), perfectos conocedores de la ciencia físico-matemática griega (Arquímedes, Filón, Herón, etc.), inventaron y difundieron en todas direcciones ingenios de tanta importancia para la Historia Industrial como cierto tipo de molino de viento.
No olvidemos que en inglés, la noria se denomina no sólo: water-lifting wheel (= rueda elevadora de agua) o chain-pump (= bomba de cadena) -nombres puramente descriptivos-, sino también: persian wheel (= rueda persa), que alude desde luego a su origen más probable.
Desde Persia, el ingenio y sus primeras modificaciones mecánicas se desplazaron, por un lado, hacia Oriente: hasta la India y China; por otro, hacia Occidente, y bordeando el Mediterráneo llegaron a Africa y a la Península Ibérica.
Y fueron, con toda probabilidad, agricultores sirios quienes, siguiendo la gran riada islámica del siglo VIII, trajeron la noria de sangre a tierras ibéricas, y la emplearon para el riego de las feraces huertas del sur y del sureste peninsular, preexistentes a su llegada, en las que rápidamente se asentaron.
Ahora bien, es interesante y justo destacar que, mientras que los modelos del ingenio descritos por los tratadistas árabes -herederos medievales de la ciencia helenística y de la praxis tecnológica persa-, y aún visibles funcionando en amplias áreas del Próximo Oriente musulmán: Siria, Palestina, Egipto, son excesivamente complicados; sobre todo, en su multiplicidad de ruedas, engranajes y posiciones relativas de unas y otros entre sí, los llegados a al-Mugrib y al-Andalus, cayendo al parecer, en manos de pueblos especialmente hábiles o clarividentes, sufren en seguida una serie de drásticas simplificaciones que los transforman, a partir posiblemente del siglo X y siguientes, en el tipo, conocido de todos nosotros, que informa los ejemplares estudiados en este trabajo.
Reduciendo la máquina a una única pareja de ruedas, de aire y de agua, que engranan y giran por lo bajo, es decir: por debajo del nivel de atalaje y tiro del animal, dichos pueblos consiguieron mejorar notablemente su funcionamiento y aumentar, en consecuencia, sus rendimientos mecánico y económico.
De cualquier forma, este tipo de noria hispánica -o hispanoárabe perfeccionada- se difundió rápidamente a la práctica totalidad de las tierras ibéricas dotadas con mayor o menor abundancia de cultivo hortícola, documentándose desde fechas tempranas su existencia en la España septentrional y cristiana.
Los Fueros de Cuenca y Teruel -tierras de gran densidad de población primero bereber, luego mudéjar y morisca-, cuyas primeras redacciones se realizaron a finales del siglo XII, no sólo citan ruedas de pozo, es decir: norias, sino que las distinguen sin dudar de las ruedas de huerto y baño, o azudas, y de las ruedas de aceña, o molino hidráulico de eje motor horizontal.
Digamos para terminar, y siguiendo con la distinción iniciada antes entre ambas ruedas elevadoras de agua, que la azuda, o rueda de corriente, era una máquina de construcción e instalación difíciles y costosas, que provocaba el orgullo de propios y la admiración de extraños; mientras que la noria, o rueda de pozo, se convirtió en seguida en un instrumento de trabajo popularísimo, ampliamente extendido por todos los paisajes hortelanos de la España seca: el más idóneo para regar pequeñas propiedades de 2 ó 3 hectáreas de superficie máxima, con una capacidad de extracción y elevación de agua de 20 a 25 metros cúbicos por hora, a unos 5 metros de altura, y cerca de un 70% de rendimiento mecánico (5).
Como ilustración a todo este largo pero, en nuestra opinión, necesario apunte de orden lingüístico e histórico/tipológico sobre ruedas hidráulicas, adjuntamos al texto las siguientes reproducciones de algunas ruedas fluviales notables, que existieron a todo lo largo del meridiano español.
Figura 1: Antigua azuda, o rueda de corriente de Zamora, instalada en el río Duero, frente a una catedral más o menos imaginaria. Fue grabada en una de las caras de un sello concejil de la ciudad, del siglo XIII, conservado en el Archivo Histórico Nacional de Simancas.
El lógico deterioro de la pieza impide un más preciso reconocimiento tipológico de la azuda representada.
La reproducción procede de una lámina, suelta y sin fecha, de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos.
Figura 2: Una de las grandes ruedas elevadoras de agua que, instaladas en el río Tajo, circundaban y aprovisionaban la ciudad. Fue dibujada, hacia 1580, en un grabado que representa una vista general de la misma, desde los Cigarrales del extremo sur, realizado por Francisco Hogembergius y conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid.
Los planos modernos de la ciudad de Toledo representan aun su emplazamiento, suponemos que como viejos cimientos abandonados, en la colación y parroquia de San Sebastián de las Carreras -de sabor netamente mudéjar-, cerca del fin de la Bajada del Pozo Amargo.
La meticulosidad del grabador no dejó de dibujar incluso al aguador, arreando a las caballerías cargadas con los cántaros llenos. No dejó constancia, sin embargo, de la gran azuda del Puente de Alcántara, sugerida por el Greco en alguno de sus cuadros, ni del artificio de Juanelo, también elevador de agua, construido por aquellas fechas muy cerca del citado Puente.
Figura 3: Albolafia, o gran azuda de la ciudad de Córdoba, instalada en el río Guadalquivir, junto al muy robusto Puente romano de la ciudad.
Fue labrada en un relieve, renacentista según todos los indicios, conservado en el Alcázar Real de la misma.
Albolafía es palabra árabe, sinónima de azuda, que ningún dialecto castellano ha conservado, al menos como nombre común.
Sin embargo, el énfasis puesto en el dibujo de los radios, y la práctica inexistencia de cruces o travesaños, apuntan a un posible origen romano o visigótico del magnífico ingenio.
La vieja Albolafia, célebre ya en tiempos del Califato, y derruida a fines del siglo XV, ha sido amorosamente reconstruida en su emplazamiento ancestral, por los Ayuntamientos cordobeses de mediados del nuestro. Ejemplo digno de todo encomio, que hacemos extensivo, con sumo gusto, a los responsables del Museo Etnológico de la Huerta, en Alcantarilla (Murcia), por haber vuelto a levantar una de las venerables ñoras que, durante siglos, han sacado agua de las acequias madres -o principales- de riego.
La reproducción procede de una fotografía nuestra realizada en el verano de 1979.
Por lo que respecta a las ruedas de pozo o norias, máquinas más cotidianas y vulgares si se quiere, pero no menos ingeniosas que las anteriores, las reproducciones son las siguientes:
Figura 4: Noria completa en cuanto a sus elementos principales: ruedas de aire y agua, motora y elevadora; pero desvencijada, ya que ninguna de ellas conserva la dirección primigenia y correcta de su eje y, por lo tanto, se ha perdido del todo la eficacia del engranaje entre ambas. Además, faltan por completo la cadena de elevación, con su doble maroma de cáñamo o esparto, y los cangilones de barro cocido que iban a ella atados.
Se halla, abandonada desde hace algunas décadas, en la rambla del Cautor, cerca de La Mamola, población costera de la provincia de Granada.
Ha sido fotografiada, y su tipo reconocido como tradicional norteafricano o mogrebino, por D. Cristóbal Torres Delgado, catedrático de la Universidad de Granada (6).
A un centenar escaso de metros de ésta, se halla otro pozo de noria, que no conserva sino la fábrica de mampostería que sustentaba, en otro tiempo, la viga de sujeción del eje motor de la máquina. Sólo la sombra acogedora de una higuera, crecida al amor de la humedad del pozo, nos hace añorar, junto con el chirrido acompasado y sugerente de las ruedas al girar, y el chapoteo fresco e hipnótico del agua al verterse, el diminuto e íntimo rincón paradisíaco del campesino andalusí.
La reproducción procede de una fotografía nuestra realizada en la Navidad de 1986.
Figuras 5 y 6: Son éstas, imágenes de dos norias ibicencas de tipo igualmente norteafricano o hispanoárabe, que se diferencian únicamente en el tipo de cangilón utilizado"
En la fig. 5, los recipientes del agua son cilíndricos y de barro cocido; llevan todos ellos un rebaje o acanaladura en su perímetro medio, para ajustar sobre él la atadura a la doble maroma, que forma la cadena de la rueda elevadora.
En la fig. 6, por el contrario, los cangilones son casi cúbicos y de madera, aunque mantienen una forma parecida de sujeción -por atadura a presión sobre un perímetro medio del recipiente- a la cadena de elevación.
Estas reproducciones proceden de las láminas LXXIX y LXXX del precioso librito Ibiza, fuerte y luminosa (7).
* * *
Cien gallegos van por agua,
uno tras otro, y no se alcanzan.
(Adivinanza infantil) (8).
Procedamos ahora a una descripción, lo más completa y precisa posible, de los pozos y ruedas de las salinas de Imón.
El pozo que nosotros hemos medido y estudiado, puede asimilarse a la totalidad de las perforaciones practicadas aquí, en el manto calizo, para alcanzar la capa freática de salmuera.
Tiene una «boca» de 3,00 X 1,30 m. (metros), y una profundidad uniforme de unos 4,80 m. La altura de agua salina alcanza en él los 3,30 metros, a partir del fondo o manadero, quedando entonces 1,50 m. desde el nivel líquido superior hasta el suelo, o piso, de la construcción que alberga la noria.
Si suponemos una altura total de cadena, o «rosario», de cangilones, de unos 5,00 m., los 2,60 m. superiores de la misma estarán al aire, mientras que los 2,40 m. restantes irán sumergidos, quedando entonces 0,90 m. aproximadamente de resguardo, entre el nivel del cangilón más bajo y el fondo del pozo.
Los «labios» de la apertura superior de la perforación van reforzados con rollizos de madera, escuadrados a 15 X 15 cm. (centímetros) de sección constante; y las cuatro paredes del pozo, revestidas con mampostería ordinaria, suficiente para evitar los desprendimientos de roca descompuesta y la consiguiente ceguedad del manadero.
Pasando, entonces, al estudio más pormenorizado de las dos ruedas engranadas, que constituyen propiamente el ingenio llamado NORIA, empezaremos lamentando que, si bien ha sido Egipto un hito de importancia capital en la vía de difusión del elemento cultural que ahora nos ocupa, no nos haya legado, al mismo tiempo, los nombres con los que designan allí las ruedas de aire y de agua.
La imaginería poética oriental, que hunde sus raíces en los más profundos y ricos arquetipos del inconsciente colectivo humano, aun no contaminado o soterrado por la moderna civilización industrial, ha visto y subrayado en seguida la diferencia esencial existente entre ambas ruedas.
Así, la de aire o motora, que representa la iniciativa y la fuerza, la actividad, y que posibilita el óptimo funcionamiento de todo el conjunto, se llama rueda PADRE.
Y la elevadora o «movida», íntimamente relacionada con la anterior y dócil a su mandato, que representa la pasividad, y que propicia la aparición del agua dulce y fresca, y la satisfación de los jóvenes y fértiles apetitos de la tierra, lleva el nombre de rueda MADRE.
En el caso de las norias de Imón, hemos tenido la suerte de fotografiar y estudiar la pareja de ruedas anteriormente aludidas, en los dos casos complementarios siguientes:
-como elementos separados del conjunto, por lo tanto desmontado (fotografías 1 y 2); y
-como tal conjunto, montado y emplazado para su utilización tradicional, casi intacto, y prácticamente listo para volver a funcionar en cualquier momento (fotografías 3 y 4).
La rueda DE EJE VERTICAL, MOTORA o DE AIRE se compone de dos coronas circulares de madera, de 220 cm. de diámetro exterior, 180 cm. de diámetro interior y 20 cm. de anchura, dispuestas según dos planos horizontales paralelos entre sí, y separadas unos 98 cm. medidos entre caras más alejadas.
El espesor de estas coronas es de 7 cm., por lo que la separación entre caras más próximas es de 86 cm. aproximadamente. Tanto una como otra corona se han montado a partir de cuatro cuadrantes, cortados a media madera en ambos extremos -siendo la longitud media de los rebajes 16 cm.-, de tal manera que, al juntarse las cuatro piezas, ensamblan en cada unión el rebaje superior de uno de los cuadrantes con el inferior del siguiente.
Además, para «coser» las ensambladuras se han clavado unas bridas metálicas, también con forma de segmento de corona circular -de 32 cm. de longitud y 3,5 cm. de anchura-, en las uniones de dichos cuadrantes.
Por debajo de cada corona va dispuesta una cruz, también de madera, cuyos brazos -de 10 cm. de anchura y 12 cm. ,de espesor- tienen diferente sujeción en su centro, es decir, en el eje vertical de giro de la rueda que estamos describiendo: mientras que uno de ellos atraviesa dicho eje, siendo por tanto pieza enteriza, el otro va dividido en dos partes iguales que empotran unos 4 cm. en el mismo, asegurándose las junturas por medio de cuñas y cola. Por el contrario, los extremos periféricos de esos mismos brazos son todos iguales, y consisten en rebajes -de 20 cm. de longitud y 7 m. de altura- sobre los que apoyan las coronas circulares de la rueda; brazos y corona van ensamblados, y unidos por medio de una doble espiga o clavija, igualmente de madera.
Ambas coronas, rigidizadas por medio de las cruces anteriormente descritas, van perforadas en todo su espesor por veinticuatro taladros, de unos 6 cm. de diámetro, dispuestos según el perímetro medio de dichas coronas. Haciendo coincidir perfectamente, en vertical, los taladros de ambas series homólogas, se han introducido por ellos, a presión, los barrotes cilíndricos de madera que conforman la jaula de la linterna, y que, al girar, empujan los dientes de la otra rueda, haciéndola voltear a su vez.
El eje vertical de giro de la rueda motora está constituido por un rollo enterizo de madera, escuadrado en su sección mayor -aquélla que atraviesan o en la que empotran los brazos de ambas cruces- a unos 25 X 25 cm. A veces, la prolongación superior de ese eje disminuye de sección; pero, en todo caso, dicha prolongación lleva practicados en su interior dos orificios -pasante uno de ellos-, de sección aproximadamente rectangular, dispuestos a distinto nivel y según direcciones prácticamente perpendiculares entre sí. En estos orificios se alojan los extremos de dos largos palos, cuya función describe D. Telesforo de Aranzadi con las siguientes, sucintas pero claras, palabras: «...este eje [ vertical] se hace girar con una mula enganchada en un VARAL; casi en ángulo recto con el varal hay empotrada en el eje la GUIA, de la que va una cuerda al animal, haciéndole la impresión de que es conducido...» (9).
Diremos, para terminar con la descripción de esta primera rueda, que el eje de giro lleva en sus extremos -reforzados éstos con abrazaderas metálicas- unos huecos de sección rectangular, vaciados en la madera, en los que encajan unos pivotes o pezones metálicos, que impiden la traslación vertical o el desplome de ese eje, pero no su rotación. Estos fulcros, o puntos de apoyo, van insertados: a nivel inferior, en un durmiente empotrado en el suelo, a manera de las mesas o puentes de los molinos de rodezno; a nivel superior, en una viga brochal que apoya en dos jácenas, volantes de un muro al diametralmente opuesto, en el edificio que cobija la máquina. Evidentemente, su espacio interior debe ser lo más diáfano posible, para no estorbar la andadura del animal de tiro.
En las norias de riego con agua dulce -del tipo de las granadinas o ibicencas, representadas en las figuras 4, 5 y 6-, el eje de giro vertical, más corto que el de las de extracción de salmuera, se denomina PEON, y los dos maderos horizontales que sujetan este último, a unos 10 ó 20 cm. por encima de la corona superior de la rueda motora, llevan precisamente el nombre de PUENTES.
La rueda DE EJE HORIZONTAL, ELEVADORA o DE AGUA, se compone, al igual que la anterior, de dos coronas circulares de madera -de 220 cm. de diámetro exterior, 180 cm. de diámetro interior, 20 cm. de anchura y 6 cm. de espesor- que tienen una separación de 40 centímetros, medidos entre caras más próximas entre sí. Su construcción es también idéntica a la de la rueda motora: por ensamble a media madera, y fijación mediante espigas, de cuatro cuadrantes que se labran por separado, y luego se unen y montan: unas veces en el propio taller de carpintería; otras in situ; es decir, en el mismo emplazamiento futuro de la máquina.
Pero en el caso de la rueda que ahora nos ocupa, sólo la corona más cercana a la rueda de aire, va rigidizada por medio de una doble cruz que solidariza el conjunto con su eje horizontal de giro. Es obvia la razón por la cual la otra corona debe estar exenta de todo elemento auxiliar que la riostre o rigidice: es imprescindible dejar ese espacio libre para colocar bajo la rueda, y la cadena de cangilones, un contenedor con capacidad suficiente para recibir, y guiar hacia el exterior, el agua vertida.
Los brazos de esa doble cruz -ocho en total- tienen una anchura de unos 15 cm., y un espesor de 12 cm. aproximadamente. La unión de cada brazo con la corona se hace mediante ensamble a media madera -dejando un rebaje de unos 6 cm. en el espesor del brazo, de tal manera que sobre él apoye perfectamente la corona-, y trabazón de ese ensamble por medio de una abrazadera metálica, de unos 90 centímetros de longitud total, clavada a ambos elementos.
En su extremo opuesto, los brazos de la doble cruz ciñen apretadamente, en paralelo dos a dos, el árbol o eje de rotación horizontal, de 30 X 30 cm. de sección. Al ser, con toda seguridad, el encuentro de los ocho brazos la sección más rozada y consumida por el trabajo continuo de la rueda, y teniendo en cuenta, además, que dos brazos paralelos de la doble cruz son piezas enterizas, pero no así los otros dos que han de ir partidos y luego clavados en esa misma sección, ha sido necesario reforzar el cuadro total de 60 X 60 cm. –exteriores- con un aumento sustancial del espesor de material, a 18 ó 20 cm. aproximadamente.
Las dos coronas, que conforman básicamente esta rueda elevadora o de agua, llevan igualmente veinticuatro taladros de 6 cm. de diámetro, perfectamente enfrentados en horizontal entre ambas, y dispuestos según el perímetro medio de las mismas. Por ellos se han introducido, a presión, los veinticuatro bolos de madera, sencillamente desbastados con azuela y ligeramente apuntados en su extremo más activo, que constituyen los dientes o puntos de la rueda elevadora. Por este motivo, dicha rueda, de eje horizontal o de agua, recibe también a veces el nombre de rueda DE PUNTERIA.
Estos dientes tienen una longitud de vuelo, medida desde su extremo libre o activo hasta su apoyo en la primera corona, de unos 42 cm.; sumada aquélla a la existente entre ambas coronas, y al espesor de las mismas, totalizan una longitud aproximada de diente de 95 cm.
La situación relativa de las dos ruedas de esta noria, fundamental para un funcionamiento óptimo de la misma, es tal que los dientes de la elevadora, en su posición más alta y, simultáneamente, más hundida entre los palos de la motora, penetran hasta unos 16 cm., medidos a partir de la circunferencia externa de las coronas de esa última, en la linterna del engranaje.
En el espacio comprendido entre las dos coronas circulares, verticales, de la rueda elevadora, y apoyando en los dientes anteriormente descritos, se tiende la doble maroma sin fin, de cáñamo trenzado, a la que se atan los cangilones de barro cocido.
Al girar la rueda que así los sujeta, la cadena sube y baja, alternativamente, arrastrando los recipientes de agua: boca arriba, llenos, hasta que vierten en el punto más alto de la cadena; boca abajo, vacíos, hasta que cargan en el punto más bajo de la misma.
Dichas maromas tienen un diámetro aproximado de 4 cm. y una separación entre ejes de unos 21 cm. Los cangilones son cilíndricos, con una altura de 23 a 27 cm., sección exterior de unos 12 ó 13 cm. de diámetro, y espesor de pared de 1 cm.; todos ellos llevan una estría o acanaladura perimetral doble -junto a la «boca» y el «culo»-, que facilita su atado a la doble maroma, dejando sólo unos 9 cm. de separación entre cualquiera de ellos y el siguiente.
El sistema de sujeción, del cangilón a la cadena, es muy simple e ingenioso: una primera cuerda amarra las dos maromas, a la altura de las acanaladuras superior e inferior del recipiente de barro, preparándole así como una especie de «cuna» sencillísima; una vez colocado el cangilón en ella, otra cuerda lo ciñe y ata alrededor de su estría superior, baja luego por su superficie externa, siguiendo una línea ligeramente helicoidal, y termina ciñéndolo y atándolo de nuevo, ahora alrededor de su estría inferior.
El vertido del agua se efectúa en un artesón o dornajo, de planta rectangular y sección trapecial –115 X 35 cm. de base inferior, 15 cm. de profundidad-, que se sustenta en dos maderos, colocados horizontalmente, cuyos extremos empotran, por un lado, en el «labio» de la abertura del pozo, más alejado del eje de giro vertical, y, por otro, apoyan en jabalcones inclinados, también de madera.
Esta artesa se vacía por una de sus esquinas inferiores, ampliamente horadada para tal fin, a la que se acopla una canaleta de madera, también de sección trapecial y cerca de 1 m. de longitud, que guía el agua hasta un tubo -enterrado por debajo del camino de andadura de la caballería, y del suelo del edificio de la noria- por donde aquélla vierte al exterior.
Diremos, por último, que esta artesa se sitúa exactamente por encima del árbol o eje de giro horizontal, de 130 cm. de longitud, que lleva insertado a presión, en sus secciones extremas, sendos pivotes cilíndricos metálicos; éstos giran en chumaceras también metálicas, embutidas en los rollizos protectores de la «boca» del pozo.
Los léxicos locales, referidos a las partes o elementos que configuran una máquina como la aquí estudiada, suelen ser muy ricos y variados. En la vega del Segura (Murcia), por ejemplo, llaman sencillamente RUEDA o NORIA a la rueda elevadora, y CONTRARRUEDA a la motora o de aire. Allí, los puentes de sujeción del eje vertical de giro son HUBIOS, el eje de giro horizontal se llama MASTIL, y los dientes de la rueda elevadora, PUNTOS. Las secciones más sometidas a desgaste, tanto en un eje como en el otro, se refuerzan por medio de aros, o cercos metálicos, llamados CEÑOS; los pivotes o pezones, también metálicos, sobre los que giran ambos ejes se denominan BORRONES, y los cojinetes en los que se alojan esos pivotes reciben el nombre de CAJERAS (10).
Lo primero que llama la atención al considerar, en líneas generales, la carpintería con que se ha realizado toda la obra mecánica recién descrita, es su falta casi absoluta de piezas metálicas. Sólo los elementos sujetos a una máxima fricción -pivotes y cojinetes o chumaceras-, y las uniones sometidas a mayores tensiones de tracción o cizalladura -ensambles a media madera, principalmente- son metálicos en su totalidad, o van reforzados con bridas o abrazaderas de ese material.
Y no podemos saber, con seguridad, si todas estas piezas son constitutivas desde un principio del ingenio estudiado, o se han ido añadiendo poco a poco, a medida que se producían las averías y desperfectos, como es el caso de las lañas que «cosen» las fisuras aparecidas con el desgaste de un trabajo duro y continuado.
En este mismo sentido, la afición de los carpinteros tradicionales, responsables de la construcción y reparaciones de la máquina en cuestión, a sustituir los clavos y bellotes de metal por las espigas y clavijas de madera -predilección que ya comprobamos en el ingenio granadino de la figura 4- nos afirma en la opinión de que estas norias alcarreñas son también de tradición hispanoárabe y mudéjar.
En el último apartado de este trabajo volveremos sobre el supuesto carácter mudéjar de esa carpintería general, examinando algunos detalles más, muy significativos a nuestro entender, existentes en el mismo entorno de las norias estudiadas.
Claro que la ausencia de piezas metálicas puede deberse, con tanta o mayor razón en este caso particular, al hecho de estar la madera en contacto permanente con un agua de alto contenido salino, muy corrosiva por tanto, contra la que ya ponía en guardia Plinio el Viejo en su Naturalis Historia [XXXI-83], especificando qué maderas eran más resistentes en ambientes tan agresivos: «...se cree que no es cosa indiferente el verterla [la salmuera] en recipientes de una madera o de otra. La mejor es la encina, ya que la ceniza de esta madera tiene altísimo gusto a sal; otros alaban el avellano...» (11).
Por el veteado característico del corte de algunas piezas, la longitud desusada de las vigas y brochales que impiden los desplazamientos del eje de giro vertical, y la gran anchura de tablón requerida para recortar en él los cuadrantes de corona circular -un sencillo cálculo nos indica que la flecha máxima de estos cuadrantes alcanza los 46,37 cm.-, deducimos que la madera empleada en la construcción y montaje de las norias (máquinas y albergues) ha de provenir de la transformación industrial de una especie arbórea suficientemente alta, robusta y resistente.
Y existen muchas probabilidades de que tal especie sea la de pino albar o silvestre, llamado también pino de Valsaín, que cumple ampliamente con las condiciones anteriormente requeridas.
Ahora bien, no son las sierras que rodean la zona -Ayllón, Pela, etc.- biotipo muy pródigo en la referida especie. Para encontrar las más extensas y ricas masas de la misma, es necesario desplazarse: o bien hacia el Oeste y la sierra de Guadarrama, que posee los magníficos enclaves de Valsaín/Rascafría y Navafría/Lozoya, en las provincias de Segovia y Madrid; o bien hacia el Norte y las sierras de Urbión y Cebollera, que incluyen los centros prestigiosos de Vinuesa y Covaleda, en las provincias de Soria y Logroño.
No debe extrañarnos, por otra parte, la mayor o menor lejanía de los puntos de producción maderera respecto de los talleres artesanos de transformación, puesto que ha sido la fuerza del brazo humano, «gastado como el mango de un azadón» en verso feliz de A. Serrano Plaja (12), la que ha suplido, casi hasta nuestros días y de forma prácticamente única, la falta de unos medios materiales y económicos, más acordes con la dureza del trabajo realizado.
En la Huerta de Murcia se recurre a las especies –frutales- más próximas, y de madera más resistente, como el albaricoquero y la morera, para labrar y montar las partes más sometidas a desgaste de sus aceñas o senias -así llaman allí a las norias de tiro(10).
No cerraremos este apartado, dedicado a la carpintería de las de Imón, sin rendir un merecido homenaje a los artesanos que, nutridos por una tradición laboral y estética con antigüedad de siglos, «finos, sensibles y, a su modo, aristocráticos, trabajaban como ninguno, pero lo hacían cantando, y, más artistas que obreros, se ufanaban del resultado, no del sudor que les costó: de la obra, no del trabajo», según los versos, siempre certeros y entrañables, de los hermanos Machado (13).
Y, una vez montadas las grandes ruedas de una de estas máquinas, cumplían fiel y humildemente con su cometido hasta el final, trasladándose a pie y rodándolas (!!) por caminos a veces inverosímiles, hasta su emplazamiento final, a diez o quince kilómetros de distancia del taller de construcción y montaje.
* * *
De los cangilones, o recipientes de agua que la toman, elevan y arrojan al exterior -función esencial de la noria-, haremos también un comentario lo más completo y preciso posible.
La palabra CANGILON procede, posiblemente, del nombre latino congius, en castellano: congio, que designaba una medida de capacidad romana, equivalente a unos tres litros.
Su más popular y extendido sinónimo es ARCADUZ -antiguamente: alcaduz, y en lengua valenciana: alcaduf; formas más próximas a los orígenes del término-, que proviene de la palabra árabe al-qadus, y ésta a su vez de la griega kádos, en castellano: vaso.
Estos cangilones o arcaduces han tomado las más variadas formas, y aprovechado los más diversos materiales, a través de la Historia. Así, estos recipientes han sido unas veces: paralelepipédicos, casi cúbicos; de madera -como los de la noria ibicenca de la figura 5-, otras: cilíndricos o con remate inferior en forma de tronco de cono; de barro cocido primero, y más recientemente de azófar o latón.
Del siglo XVII tenemos, además, el testimonio de F. Henríquez de Jorquera, historiador y cronista granadino, que nos habla de los zaques u odres utilizados, a modo de cubos de cuero, por los moros de Ronda para sacar agua de su impresionante tajo.
Los cangilones de barro cocido, encontrados y estudiados por nosotros en las norias de Imón (ver fotografía 5), tienen una forma aproximadamente cilíndrica -sólo el reborde del «labio» superior, ligeramente más hundido o ensanchado con respecto a la pared recta, permite una diferenciación, no tipológica, de aquéllos-, lo que supone un torneado lo más sencillo posible de estas vasijas, y una textura bastante tosca a la vista y al tacto, lo que revela una única cocción –bizcochado- no muy cuidada, de las mismas. Sus dimensiones fueron ya mencionadas, al tratar de la estructura general de la rueda elevadora de la noria.
Lo que más llama la atención de estos cangilones es la doble escotadura o rebaje -realizada, con toda probabilidad, por simple presión del dedo en la pasta blanda y húmeda, durante el torneado- que llevan las vasijas en torno a su perímetro circular: una junto a su «boca» superior, otra junto a su fondo.
Comparándolos con los ejemplares depositados en el M.A.N. (Museo Arqueológico Nacional) con los números de inventario: 80/68/12, procedente de Mejorada del Campo (Madrid), y 80/68/13, procedente de la Alcazaba de Málaga -cuyo tipo ha sido reconocido, desde hace ya unos años, como hispanoárabe, y su origen evaluado entre los siglos X y XIII (14)- observamos las siguientes semejanzas y diferencias (ver figura 7):
-En cuanto a la forma y el tamaño, el cangilón de Málaga tiene aproximadamente la misma altura que los de Imón, pero no es cilíndrico como éstos, al haber sido torneado con un fondo troncocónico y puntiagudo -característica que reproducen la gran mayoría de los cangilones hispanoárabes de la misma época-. Por su parte, el de Madrid tiene la misma hechura, aproximadamente cilíndrica, de los alcarreños, pero sus dimensiones son bastante menores -15 cm. de altura, 8,2 cm. de diámetro exterior de «boca»-: reducción no generalizada, que pudo obedecer en su día a una disminución tópica del caudal de agua extraída con noria.
-En cuanto a la coloración, impuesta sobre todo por la composición química de la arcilla trabajada, son muy diferentes los cangilones de Imón y los conservados en el M.A.N. Mientras que éstos tienen una tonalidad ocre clara, casi blanquecina, aquéllos llaman la atención por su color terroso oscuro, en algún caso tirando a rojizo. Pensamos que tal diferencia no puede obedecer sino a la existencia de una mayor proporción de caolín (arcilla blanca) en las vasijas más antiguas -del siglo XI, aproximadamente-; mientras que en las más modernas -de la primera mitad del nuestro- predominan los componentes más ferruginosos.
-Pero, sobre todo, en cuanto al sistema de sujeción del recipiente a las maromas de la cadena de elevación -que es, en nuestra modesta opinión, característica suficiente para elaborar toda una tipología-, los cangilones de Imón tienen las escotaduras o rebajes, para el alojamiento de la atadura, cerca de la « boca» y del fondo, mientras que los del M.A.N. -y la inmensa mayoría de los antiguos y modernos de otras comunidades españolas, como Valencia, por ejemplo- llevan una de ellas también junto a la «boca» de la vasija, pero la otra se sitúa en el perímetro central del cangilón, exactamente en el punto medio de su altura.
Recordemos con D. Andrés Bazzana que en Valencia llaman: vora a la sección donde va situada la fijación superior; faixa a aquélla donde va colocada la fijación media, y forat al oririficio que tienen practicado en el fondo, antes de cocción, una gran parte de los cangilones antiguos y modernos conocidos, pero del que carecen por completo los empleados en las norias de Imón.
Y, sin embargo, las funciones de este agujero son múltiples e importantes: evitan, por una parte, que las vasijas se rompan cuando entran en contacto con el agua, al desalojar rápidamente el aire que contienen vacías; restablecen, por otra, el equilibrio estático en la rueda de elevación cuando la noria se para, al desaguar con relativa velocidad los recipientes que suben llenos, y aliviar así el peso de la media cadena cargada; por último, impiden que los cangilones suban llenos hasta el borde, con la consiguiente pérdida de agua en la elevación y el vertido, al expulsar la sobrante por el camino de ascensión (15).
Pero, como ya dijimos, estos orificios no existen en los cangilones de Imón.
Un pequeño intento de investigación etnoarqueológica, por nuestra parte, con el fin de comprobar la pervivencia o desaparición de estas formas cerámicas y de sus características más acusadas -torneado, cocción y otras-, en el mismo entorno de nuestro estudio: aledaños de Imón, en la Tierra de Sigüenza, resultó a la postre fallido.
El único alfarero que tiene horno abierto en la zona -en Pozancos, a unos once kilómetros al este de Imón-, de origen berciano y muy reciente instalación en estas tierras, no entronca su producción con la que debió de ser tradicional en el norte de la Alcarria.
De cualquier forma, su opinión, a la vista de los cangilones mostrados, no deja de tener importancia para nosotros.
El nivel de torneado, no excesivamente cuidado, del recipiente; la calidad de la pasta, no bien tratada ni desgrasada, con abundancia visible de caliche o piedrecilla calcinada; el grado de cocción de la vasija, no atendido y vigilado como ocurriría con un cántaro o una escudilla; todas estas características apuntan a una producción muy seriada de cangilones, en la que la cantidad prevalecía sobre la calidad.
Evidentemente, el tráfago adverso de estos objetos, su dedicación a trabajos muy continuos y rigurosos y su inmersión en medios tan agresivos como la salmuera, no aconsejaban consagrar mayores tiempos y mimo a la elaboración de los mismos.
La distinta coloración de las vasijas estudiadas, más terrosa en unos casos y rojiza oscura en otros, nos sugirió la posibilidad de que las piezas no sólo tuvieran distinta edad, sino que procedieran también de distintos alfares.
Rastreos sistemáticos, dignos de todo encomio, emprendidos desde hacía ya algún tiempo por el joven alfarero de Pozancos con el fin de descubrir y, hasta cierto punto, volver a poner en circulación la cerámica tradicional de la zona, le habían permitido saber que los alfares más próximos, de los que se surtían todas las poblaciones campesinas del entorno, se localizaban en Sigüenza y en Zarzuela de Jadraque.
Como el precio de la unidad, elaborada y puesta en las salinas, tenía que ser mínimo, no suponemos que se fuera a encargar la hechura de estas piezas más lejos.
Por otra parte, y como era lamentablemente previsible, los hornos mencionados más arriba están, desde hace ya bastantes años, completamente extinguidos.