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Hay que decirlo de entrada: la importancia del fenómeno es tal que no admite preámbulos: La Gomera es, con toda probabilidad, el lugar más importante del mundo en cuanto a la conservación y pervivencia del romancero tradicional. Así que cuando hay un unánime lamento por el final de unas costumbres seculares, cuando la cultura tradicional agoniza o se esconde en la marginalidad más extrema, cuando en el caso concreto del romancero -que no es sino una forma de cultura popular- los esfuerzos del investigador por averiguar su pervivencia se convierten en continuos viajes infructuosos, llegar a La Gomera y conocer sus tradiciones populares es haber llegado aun recinto insospechado, una especie de reserva natural en donde, sin fronteras ni leyes protectoras, unos sentimientos populares ancestrales se manifiestan de la misma forma que en otros lugares de la geografía española se manifestaban en los siglos XV y XVI. Es La Gomera ese paraíso perdido del gran romancero panhispánico que abarcó los límites geográficos más fantásticos que poesía popular alguna alcanzase en ninguna otra lengua o cultura de la historia.
Porque la importancia del fenómeno no radica sólo en el hecho de que romances que nacieron en la Edad Media hayan llegado hasta hoy según ese modo peculiar de la transmisión oral, boca a boca y de generación en generación, propio de la literatura tradicional, sino, sobre todo, el que aún hoy el canto de los romances siga siendo un rito lleno de funcionalidad para el pueblo gomero.
En efecto, los que en alguna ocasión nos hemos dedicado a recopilar literatura de tipo oral y no hemos caído en el desaliento de un primer fracaso, sabemos muy bien hasta qué punto es difícil hallar lo que se busca en un estado menos que mediano de conservación. Por lo que a mí respecta, y después de ya bastantes años dedicado con intensidad a la recopilación y estudio del romancero tradicional, tanto en Canarias como en la Península, puedo decir la forma en que por lo general vive en todas partes: a retazos, de forma fragmentaria, marginado, incluso despreciado por quienes lo poseen, en los lugares más increíbles, en la memoria de los más desheredados. Eso en el mejor de los casos, en los lugares en los que aún pervive; pero lo general es el olvido total, el desconocimiento más absoluto, la muerte. Una poesía que identificó a un pueblo, a una nación, a un imperio, que sirvió de regocijo a grandes y chicos, a nobles y plebeyos, a cultos e iletrados, que sobrepasó generaciones, unió siglos y hermanó naciones, vive ahora, cuando vive, agonizando ante los ojos impasibles de otro pueblo que «desprecia cuanto ignora». Porque en todo caso, si vive, duerme aletargada en la mente de un viejo que espera ya cualquier día para descansar bajo la tierra; no le sirve para nada. Allá está, en un rincón de su memoria, esperando que, en el mejor de los casos, uno de ésos que llaman investigadores o recopiladores vaya un buen día a rescatarla del olvido. Lo mismo que el arqueólogo hace con las piedras caídas y medio sepultadas por siglos de abandono. Porque ¿a quién interesan ya las historias que sabe maestro Pancho? ¿Qué vecino de la localidad tiene ya tiempo para sentarse sin reloj en el rincón de la plaza y oir los relatos del abuelo Prudencio? ¿Quién, si no es con ánimo de burla o de curiosidad malsana, pregunta a la señá María aquellas coplas y romances que cantaba cuando joven? A nadie interesan ya aquellas viejas historias de caballeros e infantas, capaces de repetirse una y mil veces -como el Duero del romance: siempre el mismo río, pero con distinta agua- y hacer exclamar al oyente atento: «Viejas son, pero no cansan.»
Así que, ante un panorama como este, llegar a La Gomera y constatar que sus gentes no sólo saben romances, sino que los usan de ordinario para sus regocijos colectivos, más aún, que el canto de los romances es su principal regocijo, es haber llegado al país del no volverás; es llegar a un recinto que para poder equipararlo a otro habría que hacer un túnel de un tiempo cuatro veces secular en el pretérito.
No diré nada de sus gentes, que pretender hablar de ellas con justicia obligado me fuera llenar más espacio que el que éste admite; pero sí diré de sus obras, que ellas hablarán de los sujetos que las realizan. En La Gomera conservan aún, y usan, un verbo inexistente en el resto del español coloquial y que es el que mejor define sus acciones: el verbo romanciar con la significación precisa de 'cantar romances'. Y basta que en la reunión aparezca alguien con el tambor en la mano para que, sin más, se inicie una fiesta que nadie puede predecir su final. O lo que es lo mismo: no hay fiesta sin tambor. Y sigue: no hay baile del tambor sin romances. La fiesta puede estar prevista en el calendario: Santa Rosa de Lima en el barrio de Las Rosas de Agulo, la Virgen de Candelaria en Chipude, la de Lourdes en El Cedro, la de Guadalupe en San Sebastián y en toda la isla...; pero la fiesta puede surgir también en cualquier momento, en cualquier lugar en donde haya ganas de diversión. Ya digo: unos tocadores de tambor, unos tocadores de chácaras, un solista con una buena voz y ya la fiesta está servida. El solista empezará cualquier romance, cualquiera, y a su responder acudirán todos los de la fiesta. Por ejemplo, El caballero burlado (1):
Solista:
¡Qué hermosa estrella es María
que a los marineros guía!
Coro:
¡Qué hermosa estrella es María,
que a los marineros guía!
Solista:
A cazar salió don Jorge,
a cazar como solía.
Coro:
¡Qué hermosa estrella es María,
que a los marineros guía!
Solista:
Lleva sus perros cansados
y su jurona perdida.
Etc.
Los del tambor rodean al solista y responden el pie, como un coro recién nacido; los de las chácaras empiezan a bailar en filas enfrentadas, mientras castañetean ruidosamente. El público presente, tanto se suma al coro de los tambores y canta, como a las filas de los bailadores y se alterna en el baile con los de las chácaras. Y así con el mismo ritmo, con la misma melodía, con la misma danza, hasta que el solista acaba el romance que empezó. Y después de éste, otro romance, y después de este solista, otro solista, y luego otro, y los romances y el baile siguen hasta la noche y hasta la madrugada.
A esto llaman romanciar en La Gomera; éste el baile del tambor y ésta la forma en que se ejecuta. Una combinación de instrumentos, voz y danza para interpretar unos textos literarios tan viejos como la propia cultura de quienes los interpretan, unos versos y unas historias que nacían justo a la vez en que La Gomera se asomaba a la historia, allá por el siglo XV.
Pero ¿qué romances son los que se cantan en La Gomera? ¿Cualquiera? Cualquiera que sea verdaderamente romance. Los gomeros saben mejor que nadie lo que es y lo que no es un romance. Valen los antiguos y valen también los modernos; pero éstos tienen que ser los hechos al estilo de los antiguos; es decir, los de verso octosílabo y los de rima única y, sobre todo, los que al gusto de los gomeros poseen ese lenguaje y ese estilo que hacen inconfundible el texto tradicional. Los demás no sirven para su canto, es que ni siquiera admiten el nombre de romances y, como tales, a lo sumo, merecerán el calificativo de coplas, chistes, cosillas o cosas por el estilo. Los relatos que en otras partes aparecen fragmentados y revestidos de modernidad anacrónica, se desprecian en La Gomera hasta el punto de excluirlos de su repertorio. Aquí se cantarán romances del tipo Delgadina, Sildana, El conde preso, El caballero burlado, Lanzarote y el ciervo del pie blanco... y se ignorarán romances que por otras partes son los preferidos, los de estructura estrófica y rima cambiante, los de creación vulgar y tema de guapos y valientes, los de amores melodramáticos y los de crímenes horripilantes. Aquí, en La Gomera la tradición ha operado selectivamente conservando para la posteridad lo que en sí mismo tiene arte y poesía.
Ese extraordinario conservadurismo de su tradición romancística no ha inmovilizado, sin embargo, los textos de sus romances; al contrario, como ocurre con todos los textos de tradición oral, éstos han evolucionado en un complicadísimo proceso de conservación y recreación, adaptándose al momento y al gusto de las generaciones que han usado de ellos. Y esta evolución, como podría pensarse, no es siempre para peor: los textos ganan siempre en poesía y en eficacia narrativa cuando han estado sometidos a un largo proceso de tradicionalización. Ejemplos de romances he recogido yo en La Gomera que ganan con mucho a los textos que de esos mismos romances recogieron los antologistas del siglo XVI, y eso que aquel siglo fue verdaderamente aureo en el panorama del romancero tradicional. Y es que el cantor gomero, a la vez que ha heredado de sus antepasados un repertorio romancístico extraordinario, ha heredado también los mecanismos y el lenguaje que sólo los auténticos cantores tradicionales poseen y que se nos está negado a los demás. No es una cuestión de aprendizaje en escuelas o en libros; es sólo una cuestión de vida, de vivencias permanentes desde la infancia.
Constatar, pues, hoy la existencia de estas tradiciones en La Gomera es asombroso cuando se mira esa realidad con ojos de perspectiva general. Pero asombra más aún cuando se constata la vitalidad con la que viven esas tradiciones. Aquí no puede hablarse de peligro de extinción. Lo que vive cumpliendo una función social está llamado a permanecer, al menos, hasta que modas sin personalidad lo estandaricen todo. Pero es preciso evitar toda «protección» o intervencionismo en el canto de los romances y en el baile del tambor de los gomeros; quizás los propios protagonistas, cuando llegan a asomarse a ventanas exteriores a la propia isla se vean inducidos a arreglos escenográficos que adulteran lo que siempre ha sido natural y espontáneo entre el pueblo. Grupos folklóricos con indumentarias más o menos elaboradas y con muchos escenarios en sus historiales pueden abundar; pero la experiencia de vivir «al natural» el canto de un romance y el baile del tambor por un grupo de hombres y mujeres de La Gomera que se han reunido por casualidad allí mismo es algo irrepetible.
Lo primero que llama la atención al estudiar los textos romancísticos de La Gomera es el extraordinario conservadurismo de sus versiones; conservadurismo entendido en dos sentidos: la fidelidad de unos textos a una tradición muy arcaica y la inusual perfección de sus versiones. Cuando la marginalidad y el fragmentarismo son las dos notas que caracterizan el término general de la literatura oral de hoy, por ser género desfuncionalizado, asombra la extraña integridad de los textos gomeros. Basta comparar cualquier otro Romancero moderno con el de La Gomera. Una de las causas es, sin duda, la recreación y manifestación constante a que se ve sometido su repertorio entre las gentes de la isla. En La Gomera, el romancero existe para ser cantado, no para guardarlo en la memoria. Por eso es un género vivo, vigente, funcional.
De su riqueza y de su importancia valgan sólo estas muestras (2): En una isla, cuyos habitantes no llegan a 20.000, nos fue posible recoger 357 versiones de 139 temas romancísticos, algunos de ellos tan extraordinarios como los siguientes: París y Helena, Lanzarote y el ciervo del pie blanco, Río Verde, El Cid pide parias al rey moro, Los soldados forzadores, Fratricida por amor, La vuelta del navegante...
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(1) Cf. Maximiano TRAPERO: "Las danzas romancescas y el baile del tambor de La Gomera", en Revista de Musicología, IX, 1, Madrid, Sociedad Española de Musicología, 1986, págs. 205-250.
(2) Cf. Maximiano TRAPERO: El Romancero de la isla de La Gomera, Cabildo Insular de La Gomera, 1987, 419 págs.