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Editorial
De vez en cuando se levantan polémicas en torno a costumbres, consideradas por algunos «bárbaras» o injustificadamente sangrientas, como la matanza. Independientemente de la opinión personal de cada uno, el antropólogo y el etnólogo deben estudiar todos los hechos, sean cruentos o no, pues ni son jueces de la cultura ni pueden seleccionar los comportamientos de las personas; deben estudiar lo «bueno» y lo«malo», lo «decente» y lo «indecente», lo digno y lo indigno, pues todas esas apreciaciones y dictámenes sobre las conductas suelen ser el resultado de una formación o el último paso de un proceso cultural. Así, lo que a nuestros ojos resulta deshonroso o envilecido, puede ser para los de nuestros vecinos algo absolutamente natural o ritual. Es bien sabido que los ritos (sobre todo los propiciatorios) llevan implícito o explícito el sacrificio, y éste, normalmente implica una dosis de crueldad. Pero en todo rito existe también una iniciación, y la matanza introduce cada temporada, a quienes quieren asistir a ella, en el ciclo anual, en la sucesión ineludible de la vida y la muerte, y en el dolor; por supuesto que a ello van unidos el placer de un acto solidario, la comunicación, la alegría de una fiesta que suele durar varios días reuniendo en casa a familiares lejanos, y la generosidad. No discutimos que se le pudieran ahorrar sufrimientos al cochino, pero es que la tradición exige por muchas razones que se le desangre y más aún que sea en menguante de luna para que no se corrompa la carne, y que sople el cierzo (no el solano ni el ábrego) y cien detalles más que no son un capricho ni un lujo, sino el resultado de años y años de experiencia