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Para Aguila y Ana
En el curso de nuestra labor de recolección de romances tradicionales en la provincia de Sevilla (1), nos hemos encontrado a menudo con otros materiales folklóricos dignos de recogerse y estudiarse. Así, entre romances, canciones, refranes, adivinanzas, etc., nos han salido al paso, inesperadamente, los fantasmas.
La aparición de fantasmas en los pueblos andaluces constituye, en efecto, una tradición folklórica que, afortunadamente para los cultivadores de la demótica o ciencia del folklore, no se ha extinguido aún del todo.
Parece posible afirmar, por de pronto, que hay dos tipos principales de fantasma en los pueblos andaluces (2). En primer lugar, el de los que pudiéramos llamar fantasmas domésticos y espontáneos, fruto de la afición a disfrazarse de las gentes, que llevaba a los familiares adultos (padres, tíos, abuelos..., a veces también criados) a cubrirse con una sábana, colocarse dos dientes de ajo, etc. y asustar de esta guisa a los niños de la casa, con el objeto tal vez de hacerlos reír después, o de reírse de su primitivismo e ingenuidad al asustarse, o tal vez con la intención de reforzar así alguna prohibición. De este tipo doméstico es el que sale a relucir en el capítulo precisamente "La fantasma" de la andaluza elegía de Juan Ramón, en Platero y yo:
"La mayor diversión de Anilla la Manteca, cuya fogosa y fresca juventud fue manadero sin fin de alegrones, era vestirse de fantasma. Se envolvía toda en una sábana, añadía harina al azucenón de su rostro, se ponía dientes de ajo en los dientes, y cuando, ya después de cenar, soñábamos, medio dormidos, en la salita, aparecía ella de improviso por la escalera de mármol, con un farol encendido, andando lenta, imponente y muda" (3).
En segundo lugar, está el fantasma público y premeditado, artificioso y callejero. Es de este último del que queremos dar cuenta más extensa aquí, por habernos salido al paso, como decimos, cuando lo creíamos ya desaparecido. Naturalmente, nosotros no lo hemos visto. Pero han sido numerosas las personas que se han referido a este tipo de fantasmas como algo que les ha sido contado de pequeños como una realidad coetánea, experimentable y constatable.
En Alcalá de Guadaira, nos habló de los fantasmas nuestro amigo Fernando del Trigo Núñez, propietario de una tienda de tejidos, de unos cuarenta y pico de años, persona que siente un gran amor por su pueblo natal, en cuyo periódico "Alcalá/Semanal" lleva una sección titulada "El Baúl de los Recuerdos", que consiste en la publicación de una foto antigua comentada por él mismo, y que es seguramente una de las más leídas de los alcalareños. Aunque Fernando del Trigo también conoció la existencia del fantasma doméstico, pues su madre gustaba de vestirse de fantasma de modo parecido a como hemos visto que lo hacía Anilla la Manteca, es su relación acerca del fantasma público la que nos interesa recoger aquí:
"Era un tío que se vestía con una sábana blanca y se ponía una calabaza en la cabeza. De esa forma aparecía y asustaba a los vecinos. Cuando decían "por ahí hay un fantasma". pues no pasaba nadie por esa calle. Generalmente (los fantasmas) tapaban una relación ilícita, alguien que tenía una querida, una cosa erótica. Siendo yo chico me acuerdo de que había un fantasma en la calle San Miguel: Tendría yo unos 6 ó 7 años, así que debía de ser por el año 1937 ó 1938. (¿ ?) No, nadie los veía, sino que se corría la voz. (¿ ?) Alguien lo veía, claro que lo veía. Desde luego, los fantasmas aparecían no en las calles céntricas, claro, donde había un tráfico obligatorio y continuo, sino en las calles más alejadas, con menos luz. Tapaban algo erótico. Alguien que le pagaba a uno para que saliera vestido de fantasma y le espantara la gente de allí. Yo lo sé porque. cuando apareció aquel fantasma yo se lo dije a mi madre, y mi madre me acuerdo que nos decía "¿Quién será el pendón que ha echao al fantasma?"". (Declaraciones recogidas por nosotros el 11-2-87).
A la pregunta de si ahora cree que pudieran salir fantasmas como estos que él conoció en su infancia, Fernando del Trigo nos respondió que no, que si las gentes de ahora viesen un fantasma -un hombre vestido de fantasma- le pegarían: ni siquiera los niños se asustarían, "porque en la televisión han visto ya de todo".
También nos ha dado noticia de fantasmas Rafael Pérez de Arenaza y Mariscal, de treinta y tres años, natural y vecino de Utrera, aunque a la sazón profesor de Geografía e Historia en el Instituto "Cristóbal de Monroy" de Alcalá de Guadaira. Su relación se retrotrae asimismo a los siempre indelebles recuerdos infantiles:
"En la calle Escoba, según mi tata, había un fantasma. Por las noches, en verano, la gente no se atrevía a pasar por la calle por miedo al fantasma que saltaba, cubierto por una sábana, de un tejado a otro. Se supone que era en realidad alguien que tenia algún tipo de cuestión de faldas. La calle la Escoba era una calle estrecha y bastante oscura, con casas de muchos vecinos y tejadillos y terrazas muy unidas. Esto me lo contaba cuando yo tenia unos seis o siete años (alrededor de 1960) mi tata, que era una mujer de unos setenta años, a quien llamaban precisamente Consuelo la Tata, que sabia muchas historias de estas y era muy conocida en el pueblo". (Declaraciones recogidas por nosotros el 20-2-87).
Si en Alcalá de Guadaira y en Utrera los fantasmas encubrían relaciones eróticas ilícitas -o que se consideraban tales-, en otros pueblos defendían el secreto de otras ilegalidades, como, por ejemplo, el contrabando. Así ocurría, al parecer, en la localidad gaditana de Barbate.
Por cierto que, si antes hemos citado Platero y yo como testimonio literario del tipo de fantasma doméstico, el otro, el de picos pardos y asunto erótico, queda reflejado en una bella y nostálgica narración del fino escritor sevillano Joaquín Romero Murube, titulada precisamente Los fantasmas (4) .Muy atinadamente, diferencia y separa Romero Murube los espectros, endriagos, brujos, gnomos, sílfides, ondinas, etc. de -cosa muy distinta- los fantasmas, a quienes nuestro escritor describe así:
"...visten unas raras hopalandas blancas, amplias y desceñidas, que le encubren vaporosamente toda su desconocida corporeidad oculta. Esta rara vestimenta suele coronarse por un artefacto luminoso, algo así como un super-cráneo lleno de luz y de muchos ojos radiantes" (5).
La acción se sitúa en el medio rural, y está contada desde el punto de vista de un niño de cinco años, que pasa el verano en el inmenso caserón del pueblo de su tía Modesta, vieja solterona. Es, a través de su niñera Isabel, "una moza gallarda y limpia como una albahaca", como el protagonista, una noche del cálido verano, toma contacto con los fantasmas:
"Noté que Isabel no se acostaba, como acostumbraba a hacer todas las noches, una vez que me había acondicionado en mi lecho y me había persignado y hecho recitar el "Con Dios me acuesto...". Aguardaba asomada al ventanón que daba a la calle, como en espera de algo. Yo lo observaba todo infantilmente sobresaltado. ¿Quién iba a venir? ¿Por qué no se acostaba Isabel si nadie pasaba ya por la oscurísima calle?
A mis preguntas y gritos obstinados, Isabel me siseó casi con miedo, y con voz trémula me susurró quedísimo:
-¡Cállate, niño, que estoy esperando que pase la "pantasma"...!" (6).
Cuando, a la mañana siguiente, el niño refiere su nocturna visión, las reacciones son de dos tipos, según el nivel social y jerárquico de los que escuchan. Así, la tía Modesta "se sobrecogió mucho de mi aventura. Complicó al demonio con todos aquellos insólitos acontecimientos y terminó haciéndome la señal de la cruz en la frente para que se me borrasen los malos pensamientos". En cambio, los hermanos mayores, maliciados por el contacto con mozos y criados, demuestran tener una gran familiaridad con los fantasmas: "-Tú no sabes nada de fantasmas... Pero nosotros lo sabemos todo... -me decían". Y todavía más explícita y directa es Milagritos, la vieja cocinera de la casa: "¡Conque fantasmitas, eh? Una buena tunda de palos que debían darle a algunas mujeres para que no fueran tan tiradas...!" (7). De modo que los criados eran buenos conocedores de la industria fantasmagórica, lo que indica bien a las claras su impronta popular y tradicional.
Aunque, desde luego, la obra en que los fantasmas desempeñan un más decisivo papel es en la comedia, del ecijano Luis Vélez de Guevara, El diablo está en Cantillana, cuyo título y asunto parecen haber sido tomados del refrán recogido por el maestro Correas, "El diablo está en Cantillana, urdiendo la tela y tramando la lana" y de la explicación que de dicho refrán da en su riquísimo Vocabulario de refranes (1627):
"El Rey don Pedro dicen que pretendió allí el amor de una doncella principal desposada, y el esposo venía a verla de noche, hecho fantasma por miedo del rey; vino a espantarse la gente y hacer este refrán" (8).
Como se ve, el fantasma no es aquí el pretendiente o amante, sino el marido, curiosa inversión literaria de la tradición folklórica. Pero no sólo del refrán citado por Correas parece estar tomado el asunto de la comedia del ecijano, sino que el episodio del fantasma tiene una directa fuente en el folklore tradicional andaluz. Es curioso que aún hoy, y en la misma localidad de Cantillana, obtengamos noticias del fantasma a través del testimonio de sus actuales vecinos:
"Los fantasmas, pues nada, que tú venías un poco más tarde, porque hablabas dentro de la casa con tu novia y se te hacía tarde... y te encontrabas una fantasma con una olla en la cabeza. Y venía alguien y decia:
-Pues ahora mismo está la fantasma en la calle tal.
Mi padre nos decía:
-Niñas, ustedes no asomarse...
-Padre, nos vamos a asomar por la "pajarilla"" (9).
Porque quería entrar (la fantasma) en cualquier casa, ¿comprendes?, porque estaba con cualquiera y entonces eso estaba mu...(mal visto) y se vestían de fantasma para ocultarse". (Testimonio de Antonia Salguero, 80 años)
La familiaridad con los fantasmas -ya notada entre los criados del cuento de Romero Murube- se realza en este otro testimonio, en el que incluso se le dan las buenas noches a uno de ellos:
"Recuerdo estar una noche de verano con un amigo jugando y ver venir una figura cubierta con paños oscuros que nos hizo señas de que nos fuéramos. Nosotros, por supuesto, salimos corriendo.
Mi padre también contaba cómo una noche yendo a trabajar a la fábrica de harina se encontró con una fantasma. Mi padre le dio las buenas noches. Varios días después, un conocido le dijo en la taberna que si se encontraba otra vez con una fantasma que no le diera las buenas noches". (Testimonio de José Pérez Zamora, 65 años)
El propio Antonio José Pérez Castellano, coautor de este artículo, puede ofrecer un testimonio personal en el que cabe destacar dos interesantes puntos, como son el hecho de que los fantasmas aparecen sobre todo en la estación estival y, por otro lado, la descripción del aspecto físico de las fantasmas cantillaneras:
"Yo mismo recuerdo que, siendo niño, todos los veranos se corría el rumor por Cantillana de que había una fantasma en determinada calle. A la fantasma se la describía cubierta con una sábana y una olla sobre la cabeza llena de velas encendidas". (Testimonio de A. J. Pérez Castellano, 29 años)
Por otro lado, una buena prueba de la pervivencia de este motivo folklórico está en el hecho de que hace poco tiempo, en esta misma localidad sevillana, se apodó a un individuo como "El fantasma" porque cuando iba a visitar a su amante no se quitaba el casco de motorista hasta que entraba en la casa de ésta.
Todo ello no difiere gran cosa del fantasma urdido y personalizado -más de dos siglos antes- por don Lope en El diablo está en Cantillana:
Dicen que de pocas noches
acá, que a las doce y media,
mucha gente de la villa,
como tan tarde se acuestan
por ser verano, ha encontrado,
arrastrando una cadena
y dando tristes gemidos,
una fantasma tan fiera
que a la casa de la villa
más alta con la cabeza
iguala, y aun sobrepuja;
y por esta causa mesma
hay mil enfermos de espanto.
(II, vv. 114-126) (10)
Mas de tres siglos después (11) de que el dramaturgo Luis Vélez de Guevara escribiera esta comedia inspirada en un motivo folklórico de Cantillana, ese mismo motivo -como vemos- sigue vivo en la tradición oral de esta localidad sevillana a orillas del Guadalquivir .
Desde luego, no es esta comedia la única de las del Siglo de Oro en la que los fantasmas alcanzan protagonismo: recordemos, sin ir más lejos, El galán fantasma de Calderón o, algo más tarde, El fantasma de Leganés de don Ramón de la Cruz. En la narrativa, por otro lado, tampoco están ausentes. En El imposible vencido, novela de doña María de Zayas, un galán, en combinación con un criado, se finge fantasma y aterroriza a una dama y a sus servidores todas las noches, con objeto de seducirla. Ruidos de cadenas, una sábana larga que cubría el cuerpo del malintencionado galán y sus zancos, que le daban una estatura prodigiosa, era suficiente para que obtuviera una sensación de sobrenaturalidad, haciendo la imaginación el resto.
Pero particularmente nos interesa citar aquí la novelita de Alonso de Castillo Solórzano La fantasma de Valencia (publicada en su colección de Tardes entretenidas (Madrid, 1625): a pesar del nombre de la ciudad que campea en su título, el autor de la invención de la fantasma es un joven sevillano (de apellido Perafán de Rivera, por más señas) que urde su traza, sí, en la bella ciudad del Turia, hasta donde ha llegado siguiendo los pasos de doña Luisa, de quien ha quedado prendado en Madrid. En una casa frontera de la que ocupaba doña Luisa hacía poco tiempo que había muerto, cargado de deudas, un caballero cuyo hijo había pasado a residir en la casa: es aquí y ahora cuando aparece el fantasma que rápidamente la imaginación popular atribuye al espíritu torturado del muerto caballero:
"...una noche a poco más de las diez horas de ella, se oyó en la casa deste caballero un portentoso ruido de cadenas que andaba desde el terrado hasta los aposentos del cuarto principal; y cuando cesaba el temeroso rumor, le alternaban con unos gemidos tan dolorosos y tristes que causaban grande pavor a quien los oia. Alborotó a todo el barrio esta notable novedad, dilatándose por toda aquella ciudad de modo que no se decía en ella otra cosa sino que la ánima de don Diego andaba penando en sus mismas casas, atribuyéndole este tormento a la poca satisfacción que dio en vida y dejó en muerte a sus acreedores" (12).
El aspecto físico no difiere mucho de los otros casos ya examinados aquí:
"Era, pues, de la estatura de un hombre alto, y de rostro feísimo y espantable; tenía vestida una túnica blanca que le arrastraba más de una vara por el suelo, y todo el cuerpo cercado de cadenas que asimismo le arrastraban, y en la mano derecha un grueso ramal de lana con que causaba el daño..." (13).
Sí es muy curiosa, en cambio, la justificación aducida por el mancebo para haberse disfrazado de fantasma, trayendo a colación ejemplos y precedentes en la mitología clásica:
"...el amor, a quien pongo por disculpa de este yerro, es tan poderoso en sus efectos en todos estados de gentes, que por él han hecho mil transformaciones (...) y de conocerle bien los antiguos poetas nació el fingirnos los metamorfosos (síc) que los dioses hicieron por gozar de algunas ninfas que amaron, ya en cisnes, ya en toros, ya en otras diversas formas" (14).
Claro que, mitología aparte, el disfrazarse de fantasma no rindió malos frutos al atrevido joven, que ya tenía al alcance de su mano el objeto de su deseo:
"En las (noches que me he valido de esta invención he alcanzado el fruto tan merecido de mis esperanzas, habiendo primero dado a doña Luisa palabra de ser su esposo, a quien tenía ya medio convencida para salirse una noche conmigo y que yo la llevase a Sevilla a pesar de su hermano y deudos..." (15).
En vista de lo cual, desde luego, habrá que convenir en que llevaba razón el P. Feijóo cuando avisaba en su ensayo sobre "Duendes y espíritus familiares", no sin cierto tono admonitorio:
"¡Oh, cuántos hurtos, cuántos estupros y adulterios se han cometido, cubriéndose, o los agresores o los medianeros, con la capa de duendes! (16) .
Pero, aparte de la probable exageración del buen fraile, resulta evidente que lo que no podía entender el ilustrado Feijoo, tan preocupado por combatir la superstición y credulidad del pueblo, era el espíritu lúdico, la graciosa industria puesta al servicio de la pasión amorosa, el ingenio, en suma, desplegado por el pueblo, supersticioso, sí, pero a la vez capaz de reírse de esa misma superstición y utilizándola, generalmente en provecho y honor de una -así nos parece hoy- más que inocente Venus. No es sólo un juego de palabras si concluimos que, en torno de la fantasma popular se congregaban, juntos pero no revueltos, el amor, el humor y el temor.
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(1) Recolección afrontada en el marco de un equipo de investigación del Romancero de las tres provincias occidentales de Andalucía, dirigido por los doctores Pedro M. Piñero (Universidad de Sevilla) y Virtudes Atero (Universidad de Cádiz). Vid., de estos, su Romancerillo de Arcos, Cádiz, Diputación Provincial, Fundación Machado, 1986.
(2) Sin entrar en más precisiones, el DRAE, en su 19ª edición recoge como cuarta acepción de la voz "fantasma": "Espantajo o persona disfrazada que sale por la noche para asustar a la gente". Tampoco el Diccionario de uso... de María Moliner diferencia mucho más: "Persona que se disfraza de algún modo que causa miedo, por ejemplo con sábanas, para asustar a la gente como si fuese un aparecido".
(3) Juan Ramón Jiménez, Platero y yo, ed. de Michael P. Predmore, Madrid, Cátedra, 1978, p. 103.
(4) Recogida en su libro Ya es tarde, Sevilla, Gráficas del Sur, 1948.
(5) Op. cit., p. 14.
(6) Op. cit., p. 25.
(7) Op. cit., pp. 32-35.
(8) Tomo la cita de Felipe C. R. Maldonado (ed.), Refranero clásico español, Madrid, Taurus, 1982, col. "Temas de España", núm. 12, p. 119.
(9) La "pajarilla" o "pajerilla" designa, en los pueblos sevillanos, un murete que acota el corral trasero de la vivienda rural, y es probablemente corrupción de la voz "paredilla".
(10) El diablo está en Cantillana, ed. de M. Muñoz cortés, Madrid, Espasa Calpe, 1959, col. Clásicos Castellanos, núm. 132, p. 141.
(11) M. G. Proferí (en "Note critíche sull'opera di Vélez de Guevara", en Miscellanea de sttdi ispanici, Pisa, 1965, p.168) fija la fecha "prima del 1626".
(12) Citamos por la edición de Evangelina Rodríguez Cuadros, Novelas amorosas de diversos ingenios del siglo XVII, Madrid, Castalia, 1986, col. "Clásicos Castalia", núm. 155, p. 171.
(13) Op. cit., p. 173. .
(14) Op. cit., p. 174.
(15) Op. cit., p. 197.
(16) Teatro critico universal, ed. de Agustín Millares Carlo, Madrid, Espasa-Calpe, 1965, col. "Clásicos Castellanos", núm. 53, t. II, p. 14. En una nota inserta en la página anterior Feijóoo apostilla: "No sólo la gente baja contrahace o finge duendes": síntoma inequívoco de que eran sobre todo personas menudas, de estratos populares, las que los fingían o contrahacían.